Hace falta valor para cumplir un sueño, en especial cuando todo el mundo te dice que no puedes lograrlo y todas las posibilidades están en tu contra. Desde pequeña anhelaba ver en vivo y en directo las auroras boreales, pero el hecho de que fuera un fenómeno natural que solo se presenta en época de invierno cerca de los polos de la Tierra, justamente cerca de los países más costosos, volvía toda posibilidad casi nula e inalcanzable.
Un día decidí que no lo aplazaría más y aprovecharía la “cercanía” -ya que estaba viajando por Europa desde hace más de un año- para hacerlo realidad. Me encontraba en Turquía cuando tomé la decisión final, así que para llegar hasta Finlandia decidí hacer más de la mitad del trayecto por tierra combinando más de 40 horas en buses, 30 horas durmiendo en aeropuertos y más de mil kilómetros a dedo. Cuando llegué a Helsinki el frío de invierno ya era protagonista y varias personas trataron de persuadirme para que desistiera de la idea, muchos no creyeron que lo lograría pero en contra de todos los malos pronósticos, decidí lanzarme a la aventura.
Mi objetivo era subir haciendo dedo hasta la ciudad de Rovaniemi, conocida por ser la ciudad de Papa Noel y donde se encuentra la línea que marca el inicio del Círculo ártico. Desde ahí, debía seguir subiendo hasta la región de Laponia, la parte más septentrional de los países nórdicos.
Llegar hasta la Laponia y quedarse durante varias noches para tentar a la suerte y ver las auroras boreales requiere de mucho dinero. Para una viajera soñadora como yo, se requería de mucho valor y unos pantalones (abrigo, guantes y gorro) bien puestos. Hacer dedo viajando sola es seguro en un país como Finlandia, pero hacer dedo en pleno invierno para llegar al lugar más septentrional del país, donde la temperatura alcanza el nivel bajo cero y la oscuridad ataca a la una de la tarde, ya es otra cosa: Era una locura, algo inimaginable.
Como dije al principio hace falta no solo valor para cumplir un sueño, sino también un poco de locura para atreverse a transitar aventuradamente por esas carreteras casi desérticas y con el frío calándote hasta los huesos. El frío, esa sensación que me desalentaba la mayor parte del tiempo y la cual me hacía frenar y preguntarme muchas veces si valía o no la pena continuar. Y es que estar a grados bajo cero -no importa si uno o diez, bajo cero para mí da lo mismo, es la misma sensación-, es agotador y desgastante. Me atreví a hacerlo porque ya había vivido tres inviernos, uno en Nueva York y dos en Francia, y pensaba que podía adaptarme rápidamente, pero este frío fue diferente, demuestra cuán asombrosa es la naturaleza dependiendo del punto geográfico donde te encuentres.
Además del clima, tenía otros enemigos en mi contra: La oscuridad, porque en esta parte del mundo el sol en noviembre sale casi a las nueve de la mañana y se empieza a esconder a eso de la una de la tarde. Nada peor que imaginarte sola en esas carreteras desoladas, en el frío bajo cero, a la luz de la luna. A eso le agregaba el miedo al contacto, porque los finlandeses no buscan activamente el contacto con personas que no conocen, raramente te miran a los ojos o te sonríen la primera vez, ni siquiera se saludan de beso y ocasionalmente lo hacen de mano; no es que sean “fríos” como les solemos llamar, es su cultura y su temperamento, influenciados por el clima y la condición geográfica en la que viven. Me daba miedo que ninguno me ayudara y sentía que todo el viento estaba en mi contra. Para mi sorpresa, más de uno me ofreció ayuda, no me sonreían pero tampoco me “hacían mala cara”, luego entendí que no era nada personal, es solo que para ellos el primer contacto es difícil pero poco a poco se van abriendo.
En contra de todo –y de todos- me fui y el resultado de manera rápida y sencilla fue llegar al Círculo Polar Ártico y seguir subiendo a dedo para ver en una noche despejada las auroras boreales. El resultado de manera real y tal como lo viví fue: Hacer dedo en temperaturas bajo cero durante varios días, llorar en el camino por el desespero de no ver pasar ningún auto en esas carreteras desoladas, querer “tirar la toalla” y regresarme, animarme sola y volver a levantar el cartel para por fin, después de todos los malos pronósticos y del “no lo vas a lograr”, una noche el universo me daba la recompensa a todo el esfuerzo realizado y tenía frente a mí, el fenómeno natural más hermoso y deslumbrante que se pueda ver jamás.
Hoy me pregunto si valió la pena cada kilómetro recorrido, cada pensamiento de desesperanza, cada recaída, cada lágrima. Para muchos fue un acto de valentía, para otros una locura; cada cual se crea sus propias ideas, pero para mí no solo significó la lucha y el alcance de mi sueño, sino también mi mayor superación personal y el viaje más importante de mi vida. Después de esto siento que nada me queda grande y ya no me da miedo soñar tan alto. Todo, absolutamente todo valió la pena cuando frente a mí tenía una de las mayores creaciones del universo.
Ver una aurora boreal es como si un Ser Supremo –el de tu preferencia- dibujara con un pincel sobre el lienzo negro del cielo, mezclando colores verdes, violetas, rojos y luego creara movimientos en forma de espiral de un lado para otro, bajando, subiendo, desapareciendo y volviendo a aparecer una paleta de indescriptible de colores. Es el mejor show en vivo y en directo que un ser humano pueda apreciar. Un show que tan solo tiene lugar en los polos del mundo, en época de invierno y hay que tomar un boleto y esperar para tener suerte y verlo. Un show caprichoso, que depende de las condiciones climáticas y solo se muestra ante algunos cuando él así lo desee. Conocí personas que llevaban semanas intentando apreciarlas, pero a causa de las nubes no pudieron. Gastaron mucho dinero y su sueño aún quedaba en lista de espera.
Yo me siento afortunada porque después de dos noches de llegar al Ártico, se mostraron ante mí y me hicieron sentir ínfima en este Universo tan grande. Estuve durante tres semanas más y no volvieron a aparecer. Ahora, vuelvo y me pregunto, ¿Valió la pena todo el sacrificio? No tengo necesidad de responderme, porque por primera (y tal vez) única vez en mi vida, el cielo literalmente me dio la recompensa de todo mi esfuerzo y sufrimiento por perseguir un sueño.