Apagar el celular, alejarse de la civilización y pasar unas vacaciones realmente desconectados de la realidad es parte de la propuesta turística de la República Oriental del Uruguay. Con sus 176.000 km2, este país esconde rincones poco concurridos donde la norma es dejarse llevar y fundirse con la naturaleza, la gran mayoría, parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas. Algunos de ellos son:
Cabo Polonio
Es probablemente el más conocido de todos, tal vez porque es el más extremo a cuanto a desconexión hablamos. A Polonio solo se llega en jeep o a caballo, el agua que se consume es de un pozo local y no hay electricidad. Es un pueblito de pescadores que de vez en cuando pescan un gran tiburón y se convierte en el acontecimiento local. Suelen recibir muchas visitas, así que una de cada tres casas (que serán menos de cien) está acondicionada como hostal o presta sus espacios para colgar alguna hamaca. El pueblo está rodeado de bosques y dunas protegidas, que dan la sensación de no haber sido tocadas nunca por el hombre. La tarde se pasa haciendo alguna actividad playera y se recibe el atardecer alrededor de una fogata y a coro con una guitarra de fondo. Para una tarde diferente, se puede ir en barquito a la reserva de lobos marinos que está al frente.
Los humedales del este
Está declarada como Reserva de Biósfera Mundial y es casa de infinidad de colonias de aves locales. Los humedales son una zona de esteros espejados (en Uruguay llamados “bañados”) que tienen un ecosistema único por sus características. Los llaman “espejos de agua” por razones obvias que hacen que el paisaje valga toda la pena del viaje.
Además, cerca se pueden encontrar excavaciones arqueológicas que dan fe de civilizaciones de hace más de 5 mil años. Estando allí, es imperdible acercarse también al Monte de Ombúes.
Isla de Flores
Es una isla casi abandonada en el medio entre Montevideo y el llamado banco inglés, un piso rocoso en el medio del Río de la Plata, donde más de una embarcación ha naufragado. Isla de Flores solo cuenta con un faro y las ruinas rocosas de lo que quedó de la construcción colonial: una capilla, un cementerio y una sala de enfermería, ¿ya adivinaron? Era a este lugar a donde enviaban a los enfermos de fiebre amarilla y malaria cuando el diagnóstico no era prometedor. Alguna vez estuvo habitada por cientos de personas, pero actualmente solo lo habitan dos personas, el cuidador del faro y su ayudante, que se turnan para estar allí en períodos de dos semanas cada uno.
El Salto del Penitente
Este salto es el más alto del país y hasta hace poco quedaba realmente alejado de la civilización. Hace pocos años se abrieron nuevos caminos y se construyeron instalaciones para poder disfrutarlo más de cerca y con menos riesgos. Actualmente se puede cruzar la parte de arriba del salto a través de una tirolesa colgados con un arnés y observar la sierra desde las alturas. En el resto del parque se pueden practicar otros deportes naturales como canopy, rapel y trekking.
Cerro verde
Forma parte del parque Santa Teresa y ahí, desde playa la Moza -el último atisbo de civilización cercano-, se puede llegar por un camino de playa. Hay carteles en el camino indicando que la playa es peligrosa, pero una vez se llega a Cerro Verde, una pequeña montaña en medio de la nada, hay un par de miradores desde donde se puede ver la costa de lado y lado, además de las islas Verde y la Coronilla, donde las tortugas van a desovar una vez al año. La vista es increíble. Con un poco de suerte, también la acompañan un paso de ballenas a la distancia.