El mar Caspio, el lago más grande del planeta, enfrenta un colapso alarmante que los expertos temen que podría ser irreversible. Este inmenso cuerpo de agua, que se extiende por 6,400 kilómetros de costa y toca cinco países —Kazajistán, Irán, Azerbaiyán, Rusia y Turkmenistán—, es esencial para la pesca, la agricultura, el turismo, y también provee agua potable a millones. Sin embargo, el Caspio no solo es una fuente vital de recursos; su enorme extensión también regula el clima en Asia Central, aportando humedad a esta árida región.
Durante milenios, el Caspio ha oscilado en niveles de agua, pero en las últimas décadas, la situación ha empeorado rápidamente. Factores como la construcción de represas, la sobreexplotación de sus recursos y la crisis climática han acelerado el proceso. Hoy, su nivel ha caído 1.5 metros desde 2005, y según las proyecciones, podría descender hasta 30 metros para finales de este siglo. Este escenario catastrófico amenaza no solo a las comunidades locales, sino también a la fauna única del Caspio, que incluye especies como la foca del Caspio y el esturión, el principal proveedor de caviar del mundo.
Las consecuencias van más allá de lo ecológico. A medida que las aguas se retraen, las economías locales se ven afectadas, y los cinco países que comparten el Caspio enfrentan la posibilidad de conflictos por los recursos escasos. La COP29, próxima a celebrarse en Bakú, Azerbaiyán, será un espacio clave para decidir el futuro de este mar. Sin acciones conjuntas, el Caspio podría seguir el destino del mar de Aral, otro lago colosal que hoy es solo una sombra de lo que fue.
Para los que crecieron junto a sus aguas, como el activista kazajo Azamat Sarsenbayev o el fotógrafo iraní Khashayar Javanmardi, el Caspio es más que un recurso; es un símbolo de identidad y un recordatorio de que lo que está en juego es la vida misma de un ecosistema único.