El glaciar Ventina, ubicado en el norte de Lombardía, Italia, atraviesa una situación crítica: su deshielo ha avanzado tanto que ya no puede ser monitoreado de manera presencial, como se había hecho durante más de un siglo. Hoy, la inestabilidad del terreno y los constantes desprendimientos obligan a los geólogos a seguir su evolución únicamente a través de drones y sistemas de teledetección.
Durante los últimos 130 años, el glaciar fue estudiado con métodos tradicionales, colocando estacas como puntos de referencia para medir su retroceso anual. Sin embargo, después del último verano, esas marcas quedaron sepultadas bajo capas de rocas y escombros, haciendo imposible cualquier visita segura al lugar.
Los registros muestran una pérdida de 1,7 kilómetros de longitud desde finales del siglo XIX. Solo en la última década el glaciar retrocedió 431 metros, y casi la mitad de esa pérdida ocurrió desde 2021. Estas cifras reflejan la aceleración del cambio climático en la región alpina, donde las temperaturas han aumentado al doble del promedio global desde la era preindustrial.
El Ventina no es un caso aislado. Los glaciares de los Alpes italianos y los Dolomitas llevan años reduciéndose debido a inviernos con menos nieve y veranos cada vez más extremos. El proceso natural de fusión estival, que debería equilibrarse con la acumulación de nieve invernal, ya no logra sostener la masa de hielo. El resultado es un ciclo de pérdida constante que amenaza con hacer desaparecer por completo a muchos de estos gigantes de hielo.

Los expertos advierten que esta transformación no solo modifica el paisaje de alta montaña, sino que también tiene efectos directos en los ríos, arroyos y ecosistemas que dependen del agua proveniente de los glaciares. Además, el retroceso se produce a pocos meses de que Lombardía reciba parte de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2026, un contraste evidente entre la tradición alpina de los deportes de nieve y la realidad de un entorno cada vez más afectado por el calentamiento global.
El glaciar Ventina se convierte así en un símbolo de la fragilidad de los ecosistemas de montaña y en un recordatorio de la rapidez con la que el clima está transformando el mundo.

