Parecía un día más de esquí en las montañas Kjolen, en el norte de Noruega, pero el 20 de mayo de 1999 la joven médica sueca Anna Bagenholm terminaría protagonizando uno de los casos más extremos de supervivencia jamás registrados. Una caída, una capa de hielo de 20 centímetros, una burbuja de aire mínima… y 80 minutos sin respirar ni tener pulso. Estuvo, literalmente, clínicamente muerta.
Anna, de 29 años, descendía por un sendero angosto cuando sus esquíes golpearon una roca y la lanzaron de cabeza a un arroyo helado. La superficie se rompió, la tragó y volvió a cerrarse sobre su cuerpo. Quedó atrapada boca arriba, sumergida, con solo sus piernas visibles desde afuera. Sus dos amigos y colegas, Marie Falkenberg y Torvind Næsheim, la sujetaron desesperadamente para que la corriente no se la llevara. Pero no podían sacarla.
Mientras Anna encontraba una diminuta burbuja de aire para respirar, su cuerpo se enfriaba a una velocidad mortal. Durante los primeros minutos rascó el hielo desde abajo, consciente de que tenía pocas posibilidades. Pero su temperatura cayó tanto que el cuerpo empezó a apagarse solo. A los 13,7°C, su corazón se detuvo. Eran las 19:00. Anna ya no respiraba, no tenía pulso, no mostraba actividad cerebral. Estaba muerta.
El rescate tardó 80 minutos en poder romper el hielo y liberarla. Un desfibrilador no funcionó. La RCP parecía inútil. Y sin una máquina de circulación extracorpórea, no había nada más para hacer. Esa máquina estaba a 250 kilómetros, en el Hospital Universitario de Tromsø. Un helicóptero voló entre niebla y viento para trasladarla mientras los médicos la ventilaban manualmente y le daban oxígeno puro.
A las 21:10 llegó al hospital. Su cuerpo marcaba una temperatura que ningún adulto había sobrevivido. Pero en Noruega existe una frase conocida por los médicos de montaña: “No estás muerto hasta que estás caliente y muerto”. Y ese mantra sería el punto de partida del milagro.
Conectaron a Anna a una máquina de bypass cardiopulmonar para calentar su sangre lentamente. Si lo hacían demasiado rápido, podía morir por un choque de recalentamiento o arritmias fatales. A los 20°C apareció un tenue rastro eléctrico en el corazón. A los 25°C, volvió a latir por sí solo. Después de nueve horas de recalentamiento, su temperatura regresó a 36°C. Anna había vuelto.
Despertó diez días después, tetrapléjica, incapaz de mover nada del cuello hacia abajo. Pasó por meses de rehabilitación, aprendió a caminar otra vez y luchó con secuelas en manos y pies. Pero recuperó su vida. Incluso regresó a esquiar seis años después.
Su caso dio la vuelta al mundo y cambió para siempre los protocolos de la medicina de emergencia. Antes se creía que, tras 10 o 15 minutos sin pulso, la recuperación neurológica era imposible. Anna demostró lo contrario: la hipotermia extrema puede proteger el cerebro, frenando el metabolismo y reduciendo al mínimo la necesidad de oxígeno. Su supervivencia impulsó el uso terapéutico del frío en paros cardíacos, traumas y recién nacidos con hipoxia.
Hoy, la historia de Anna Bagenholm sigue siendo un hito estudiado en todo el planeta. La mujer que estuvo 80 minutos muerta bajo el hielo y volvió para contarla. Un caso donde convergieron la ciencia, la precisión médica y algo que los doctores noruegos no dudan en repetir: amor, equipo y una determinación feroz por no rendirse.

