Parecía una locura, pero ocurrió de verdad. En pleno océano, lejos de cualquier frontera y de toda autoridad tradicional, un ingeniero italiano decidió crear su propio país desde cero. No fue una metáfora ni una provocación artística: fue una isla artificial, con nombre, idioma oficial y una idea radical de libertad que terminó incomodando a un Estado entero.
El protagonista de esta historia fue Giorgio Rosa, un ingeniero boloñés que soñaba con un lugar donde no existieran impuestos, burocracia ni control gubernamental. A unos 11 kilómetros de la costa de Rímini, en aguas internacionales, levantó una plataforma de hormigón sostenida por pilares de acero, firmemente anclada al lecho marino. Tenía apenas 400 metros cuadrados, pero para Rosa era suficiente para algo mucho más grande: fundar una nación.

La isla no flotaba ni era simbólica. Estaba pensada para durar, resistir el oleaje y funcionar como un espacio habitable. En 1968, un año marcado por protestas, revoluciones culturales y cuestionamientos al poder, la idea de crear un país independiente no sonaba tan absurda como podría parecer hoy. Para Rosa, no era solo una obra de ingeniería, sino un gesto político y filosófico.
El territorio fue bautizado como Isola delle Rose y el país adoptó el nombre de Repubblica Esperantista dell’Isola delle Rose. El idioma oficial fue el esperanto, elegido como símbolo de una identidad internacional, sin vínculos con ninguna nación en particular. La isla se presentó como un experimento de libertad absoluta, abierto al mundo y ajeno a las reglas de los Estados tradicionales.
Pero la utopía duró poco. Las autoridades italianas no vieron en la isla una curiosidad inofensiva, sino una amenaza al orden político y legal. Aquel país sin impuestos ni control estatal encendió alarmas. La respuesta fue contundente: la isla fue declarada ilegal y, poco después, destruida por el propio Estado italiano.

El final fue rápido y brutal. Apenas 55 días después de finalizada su construcción, el sueño de Giorgio Rosa llegó a su fin. La explosión que acabó con la isla marcó el final físico del país más pequeño y rebelde del mundo, pero no logró borrar su significado.
Aunque su existencia fue breve, la historia recorrió el planeta y se convirtió en un símbolo de ingenio, rebeldía y desafío al poder establecido. Décadas más tarde, ya con 92 años, Rosa autorizó que su historia fuera llevada al cine. Falleció en 2017, dejando como legado una de las aventuras más extraordinarias y poco conocidas del siglo XX.
La isla desapareció bajo el mar, pero la pregunta que planteó sigue flotando: ¿hasta dónde llega la libertad cuando alguien se atreve a inventarla desde cero?




