Ya sentadas en el avión, escuchamos a la azafata hablar en un idioma imposible de entender, primer indicio de que el destino al cual nos dirigíamos era algo totalmente diferente a lo que conocíamos, lo cual nos tenía un poco ansiosas.
Sabíamos que nos adentrábamos en un continente con costumbres y tradiciones muy diferentes a las nuestras y que, lejos de plantear alguna queja, nos teníamos que adaptar desde el primer momento.
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Teníamos una vaga idea sobre la cultura de Marruecos, pero no nos imaginábamos que, estando a tan solo 14 km de Europa, pudiera ser un mundo tan paralelo al nuestro, donde no solo se prohíbe la venta de alcohol, sino también las demostraciones de afecto en público, entre otras cosas.
Rodeadas de mujeres con su cara semitapada y de hombres acompañados por
sus tres o cuatro mujeres, llegamos a destino.
En el aeropuerto, nos esperaba un guía que nos acompañó durante toda nuestra estadía, y quien fue el salvador de todas y cada una de nuestras preguntas e inquietudes. Al principio, no sabíamos hasta dónde interrogar, pero luego nos dimos cuenta de que, si bien los marroquíes han tenido un pasado muy oscuro, hoy en día, algunas cosas cambiaron mucho, y aquellos que trabajan en rubros como el turismo están constantemente en contacto con gente de todo el mundo.
A lo largo del viaje nos fuimos interiorizando en su estilo de vida, sus costumbres y su cultura, la cual, además de resultarnos distinta, nos pareció un poco contradictoria en algunos aspectos, como en el caso del criterio que utilizan para la penalización. Por ejemplo: un hombre que golpea a su mujer no tiene pena de prisión pero sí se puede ir preso por ser homosexual o por dibujar al rey en el pizarrón con una camiseta del Barça, como le pasó a un niño de 16 años, hace un par de años.
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También nos intrigaba bastante el rol de la mujer en la sociedad; sabíamos que son consideradas inferiores a los hombres y que, si bien hoy en día han ganado bastante terreno, aún no tienen los mismos derechos que ellos.
Su vestimenta era otra cosa que nos llamaba la atención. Muchas llevaban velo, generalmente el hiyab que es el que cubre todo el pelo y cuello, y que no lo usan como símbolo religioso sino por costumbre. Para ellas, es como una protección de su dignidad;
se sienten protegidas de la mirada de los hombres.
Las mujeres que no lo llevan están más expuestas a recibir “piropos”, por decirlo de alguna manera. Por eso, nos recomendaron vestirnos de manera tal que no llamáramos la atención ni provocáramos a los hombres: siempre con las piernas tapadas y sin dejar que se nos vieran los hombros. La sensación térmica no ayudaba mucho, pero ante la duda “nos pusimos todo el ropero encima” para no alterar ni ofender a nadie.
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Claro que la pinta de turistas la teníamos igual y, cuando nos escuchaban hablar en español, desde los mercados nos gritaban “María, María” para que les fuéramos a comprar, como si éste fuera el único nombre español que existe.
El mercado fue un tema aparte. Está mal visto comprar al primer precio que proponen los vendedores, por lo que sí o sí hay que regatear y pelear, cosa que al principio suena divertido, pero llega un momento en que te dicen como precio inicial “10” euros y en lugar de decir “6” para que luego ellos digan “8” y así seguir el juego hasta llegar a “4”, uno tira un “2 euros”, directo al grano, y se ofenden.
Eso me pasó con un vendedor de lámparas que me insultó en veinte idiomas. Tuve que pedir disculpas, pero la realidad es que ya estaba cansada de jugar a ese juego que encima uno siempre siente que sale perdiendo, salvo una vez que salí muy contenta de un local con una cartera en mano, orgullosa de mi excelente regateo.
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Lamentablemente, el orgullo duró demasiado poco. Cometí el error de preguntar el precio de la misma cartera en otro local y se vendía a la mitad de lo que yo la había pagado. Pero bueno, enseguida lo comparé con los precios de Argentina y por supuesto que, igual, salí ganando.
Luego de un día de calor intenso y de muchas peleas con los vendedores del mercado, nos subimos a los camellos y partimos hacia el desierto de Sahara. Entre largas charlas con el guía y selfies con los pobres animales, llegamos al campamento, donde nos esperaban con comida típica y música tradicional.
Pasamos la noche en carpas, en el medio de la nada, a la luz de una inmensa luna y de la noche más estrellada que vi en mi vida, pidiendo un deseo por cada una de las mil estrellas fugaces que se dibujaron en el cielo.