La vida es un viaje con un destino indefinido, pero un viaje en sí. Cuando vamos a otras ciudades, países o continentes, ya sea por trabajo, por placer o por cualquier otro motivo, siempre aprovechamos el día completo para conocer lo más que se pueda.
Sentimos un “no sé que” que nos motiva a hacer cosas que en nuestra vida cotidiana y rutinaria no haríamos, pues pensamos «no sé cuando vuelva a venir» o «pues ya que, estoy hasta acá, mejor lo hago» y no desperdiciamos ni un minuto, pues hay mucho que conocer, probar y explorar!
Vemos cada lugar con ojos maravillados y tomamos fotos de todo; desde una hoja hasta el cielo entero. Salimos de nuestra zona de confort cada momento; dormimos en hostales con gente desconocida y compartimos con ellos experiencias; comemos comida que probablemente no comeríamos en nuestro país.
Caminamos mucho; nos atrevemos a pasar una noche entera o más horas incómodos en un autobús, sin quejarnos porque sabemos que vamos a dónde queremos; le vemos el lado positivo a todo porque no vamos a permitir que nada ni nadie arruine ese viaje que tanto planeamos y quisimos.
En fin, de pronto nos transformamos en alguien que nos cae mucho mejor, en alguien aventurero con todas las ganas del mundo de hacer lo que sea para ser feliz.
Después de estar viajando durante un tiempo me di cuenta de que así también deberíamos valorar nuestra vida diaria, es decir, a nuestra familia, novios, amigos, vecinos, escuela, trabajo, casa. Deberíamos de agradecer cada oportunidad y tomarla; agradecer nuestra vida en general, con lo bueno y con lo no tan bueno.
Así como un viaje lo guardamos por siempre en la memoria y hacemos de él el mejor viaje, deberíamos también hacer lo mismo con nuestra vida entera: vivirla como un viaje, aprovechando cada segundo para experimentar y disfrutar al máximo.