Fernando de Noronha ya no es un secreto, pero sigue siendo un privilegio. Este archipiélago brasileño de 21 islas, flotando en medio del Atlántico, es uno de los destinos más exclusivos del mundo: solo entran 500 turistas al mismo tiempo y, por cada día que pases allí, tenés que pagar por el aire puro que respirás.
Sí, literalmente. Cada visitante abona una tasa de preservación ambiental que comienza en unos 100 reales por día (unos 740 pesos) y va subiendo con cada jornada. ¿El motivo? Proteger uno de los ecosistemas más espectaculares del planeta, donde conviven delfines saltando al amanecer, tortugas gigantes, rayas amistosas y tiburones que se dejan fotografiar.
Nada de hoteles cinco estrellas ni centros comerciales. En Noronha no hay lujo artificial, el verdadero lujo es la naturaleza salvaje y cuidada. Las pousadas –pequeñas casas convertidas en hospedajes rústicos y hogareños– ofrecen lo justo: algunas con aire acondicionado, otras con piscina. Pero ninguna baja de 300 dólares la noche.
¿Wifi? Lento. ¿Señal? Escasa. Pero, ¿quién necesita internet cuando estás buceando entre corales fluorescentes o bajando por una escalera empinada hacia la Praia do Sancho, votada como una de las mejores playas del mundo?
Y eso no es todo. Noronha ofrece playas de película, miradores épicos, atardeceres con caipirinha en mano y una lista de reglas ambientales estrictas: no tocar, no levantar, no perturbar. En lugares como Atalaia, solo pueden ingresar 30 personas por día y el baño es flotando, en completo silencio.
El transporte oficial de la isla es el buggy. Y si bien los caminos son de tierra y la infraestructura es limitada, la experiencia es tan intensa que te hace olvidar cualquier incomodidad.
Noronha no es para cualquiera. Pero para quienes lo logran, es un viaje que se queda grabado para siempre, como un sueño del que no querés despertar.
