Durante mi estadía viviendo y trabajando en Paris, empecé a armar la próxima ruta de viaje que empezaría desde la capital francesa. Y fue en una de las tantas conversaciones con mi amiga, cuando decidimos incluir Marruecos en nuestro plan. En general, los típicos ‘Eurotrips’ no suelen incluir este destino, pero las dos teníamos las mismas ganas de conocer esa cultura tan atractiva y exótica que tanto nos llamaba la atención.
Luego de pasar por muchas playas, ciudades y famosos museos, llegamos finalmente a Marruecos. Muchos turistas que nos cruzamos en el camino se sorprendían cada vez que respondíamos cuál era nuestro siguiente destino, pero nosotras estábamos ansiosas por llegar. Lo único que nos preocupaba era la temperatura, ya que se pronosticaban alrededor de 40 grados de calor.
Camino al desierto
Hay muchas ciudades en Marruecos por recorrer. Nosotras sacamos un tour de 7 días (por 350 euros cada una), que nos llevaría a conocer las principales ciudades y lo más importante: dormir en el desierto. Primero, llegamos a Marrakech y allí nos esperaba una camioneta para llevarnos a Merzouga, en la frontera con Argelia, donde comienza el desierto del Sahara.
Nos sentamos bien adelante en la camioneta para disfrutar de la vista del camino. No sabíamos mucho cuál era el orden de los lugares que íbamos a visitar, y así fue que fueron pasando casi 10 horas en la ruta sin aire acondicionado. Cada tanto el conductor frenaba y nos decía “Foto, foto”. Así que bajábamos, sacábamos un par de fotos y veíamos unos paisajes increíbles.
El conductor no hablaba español, así que comenzamos a charlar con los otros pasajeros que viajaban en la camioneta, que eran también de Argentina, Chile y México. Finalmente, íbamos llegando a destino y empezamos a ver cómo cambiaba el paisaje. Ya habíamos dejado la ciudad y las montañas atrás. A lo lejos, la tierra se comenzaba a transformar en arena y el horizonte parecía sin fin.
Llegamos al hotel, ubicado a unos kilómetros del desierto, para dejar todas nuestras cosas.
Durante la mañana, nos llevaron a adentrarnos por primera vez a orillas del desierto en 4×4. Después de pasar grandes montañas de arena, el conductor nos ofreció subirnos al techo de la camioneta. Pensando que el guía estaba acostumbrado al camino, algunos se subieron. Fue ahí cuando la camioneta se quedó estancada en un pozo de arena. La rueda giraba y giraba pero era imposible sacarla.
Empujamos unas cuantas veces y no pasaba nada, hasta que nos tiramos al piso a sacar arena de abajo del auto, pero ésta estaba hirviendo. Hacían alrededor de 40 grados y nosotros estábamos varados en el desierto. Al rato llamaron para pedir ayuda y llegó otra camioneta a rescatarnos y llevarnos de nuevo al hotel.
A paso de camello!
Mientras comíamos y nos bañábamos, los guías preparaban los camellos para salir. Fue un recorrido de aproximadamente una hora y media. Al ser la última, veía una fila larga de camellos, uno atado al otro que seguían al hombre que nos guiaba hasta donde dormiríamos más tarde.
Cuando llegamos al campamento, habían armado dos grandes carpas para dormir y muchas alfombras afuera para acostarnos bajo las estrellas mientras se hacía de noche. Estaba un poco nublado, pero la oscuridad y el silencio crearon un momento inolvidable.
Bajo las estrellas
Charlamos, nos reímos y hasta hicimos sandboard en algunas dunas con los otros viajeros, con quienes hasta el día de hoy seguimos en contacto. Al rato, nos trajeron un plato típico de allí, el Tajín de pollo o de verduras, para vegetarianos, con la ensalada de siempre, parecida a la salsa criolla argentina.
Me saqué los zapatos y me acosté al aire libre en uno de los colchones. Pocos minutos después, esa tranquilidad desapareció. Mientras comíamos, Toni, otro viajero que estaba al lado mío, empezó a gritar diciendo que algo lo había picado. No sé si era el hambre o qué, pero nadie le dio mucha bola. Pensábamos que exageraba pero al rato se le empezó a dormir el pie. Le fuimos a avisar a los guías y con linternas, comenzaron a observar alrededor nuestro unas pequeñas huellas que los llevaron a encontrarlo: era un escorpión blanco, no venenoso.
Un poco preocupada después de la escena del escorpión, me fui a dormir sobre las alfombras afuera de las carpas hasta que la fogata se apagó. Con despertador biológico y por la baja temperatura por las noches nos despertamos varias veces. Alrededor de las 6 de la mañana, subimos todos por la gran montaña de arena. Nos sentamos allí y esperamos hasta que salió el sol.
Fue ahí cuando me di cuenta la experiencia que acababa de vivir y dónde estaba: había dormido en el famoso desierto del Sahara. Una noche en la que nos olvidamos por un rato de todo y disfrutamos de la naturaleza y de esa sensación ‘extra-ordinaria’ que solamente sentimos al viajar.