Miles de turistas visitan cada año el Bosque de Chapultepec, en la Ciudad de México. Sin embargo, muy pocos saben que allí se encuentran dos de las obras más espectaculares del muralista Diego Rivera.
Y es que el origen de su obra se vincula con la historia del sistema hidráulico que, aún hoy, distribuye el 30% del agua que consumen los habitantes de la Ciudad de México.
Lo cierto es que había costado diez años y varios millones de pesos llevar las aguas del río Lerma a la ciudad. Por esa razón, sus creadores quisieron coronar el proyecto con las obras de uno de los artistas más reconocidos de la época.
La obra se concibió como un mural subacuático por ser parte de una obra hidráulica, pero la pintura no resistió y debió ser restaurado.
De esta manera, los arquitectos invitaron a Diego Rivera a intervenir el considerado como el “primer mural subacuático en el mundo”, al ser parte de una obra hidráulica.
Rivera realizó dos obras monumentales que fueron concebidas como un homenaje al agua: una fuente dedicada a Tláloc, el señor de la lluvia en las cosmogonías prehispánicas, y un mural que, además de relatar el origen de la vida, contendría entre sus cuatro paredes el elemento al que hacía honor.
Como homenaje al agua, el interior del Cárcamo fue pintado por Diego Rivera, el cual tiene por nombre “El agua, el origen de la vida”.
Como era de esperarse, la pintura no resistió, pese a los intentos de restauración, y luego de 40 años de permanecer bajo el agua, estas fueron desviadas para salvar la obra plástica, que había sido afectada con el tiempo.
A pesar de la restauración que el Instituto Nacional de Bellas Artes realizó en la década de los 90, el mural fue olvidado y su acceso al público restringido durante casi dos décadas. Hasta 2010, cuando el conjunto arquitectónico, escultórico y muralístico fue nuevamente rescatado por el gobierno de la ciudad y el Fideicomiso Probosque Chapultepec.
En ese momento también se integró al Cárcamo una pieza sonora del artista mexicano Ariel Guzik, que al convertir en sonido la energía del sol, el viento y la lluvia, contribuye a crear la atmósfera contemplativa que Rivera había imaginado.
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