Te cansas de la rutina y tal vez tu vida laboral o sentimental no te llena. Decides vender todo, liberarte de cosas e irte a descubrir lo que hay allá afuera.
Aprendes idiomas, nuevas culturas, sus costumbres, la mentalidad de tus anfitriones. Haces amigos, escuchas sus historias, conoces sus familias, te acogen en su casa, pasas fiestas navideñas fuera de la tuya.
Aprendes a convivir con gente silenciosa, escandalosa, cuidadosa, borrachos y sobrios… ¡Hasta con fantasmas de aquellos edificios muy pero que muy viejos que se encuentran en Europa!
Practicas nuevos deportes, cocinas nuevos platos, pasas montañas rusas emocionales luego de vivir la euforia extrema de conocer tantos sitios nuevos, pero a la vez la nostalgia rabiosa de poder compartir con tu gente -o con el recuerdo de aquellos amigos que dejaste antes de irte-.
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Cambias tus horarios, dejas de levantarte a las 6 de la mañana para adaptarte a unas 9 más humanas… te vas a dormir a las 12 o 1 am en vez de a las 10pm. Encuentras trabajo, conoces todos los sitios de rumba de la ciudad, llegas después de la fiesta en tu bicicleta, cuando apenas está amaneciendo… pasas domingos enteros por Skype, hablando con tus papás, hermanos y hasta con el perro, a ver si se acuerda de tu voz y responde de alguna manera, aunque sea moviendo la cabeza.
Pasas tiempo, mucho tiempo, intentando explicar a los nuevos conocidos que tu país no es como lo pintan e intentas presentarles, con mucha -pero que mucha- paciencia que Colombia es mucho -pero que mucho- más que drogas, violencia y prostitución. Te propones como meta derrumbar como castillo de naipes todos esos estereotipos que han conocido durante años por las únicas menciones que han escuchado en los medios de comunicación.
Soportas, una a una y con un temple estoico, todas las bromas habidas y por haber al respecto. Aún esperas -y aunque esto ha cambiado bastante, respecto a hace una década- que llegue el momento en que te pregunten: «Oye, ¿y en Colombia hay cines? ¿lavadoras? ¿autos?», «He escuchado mucho sobre Columbia…»
Vives en espacios minúsculos de hasta 9m cuadrados, te acostumbras a dormir, leer, ver películas, cocinar, lavar los platos en tu lavamanos, a tener una micro-nevera en tu cuarto. Viajas sin hacer planes, dejas de ponerte horarios y límites, te defiendes por tí mismo/a.
Aprendes cómo tratar a las personas dependiendo de su cultura. Notas que las bromas pesadas y/o los chistes flojos no siempre caen bien, dependiendo de la nacionalidad del que los escucha. Haces la maleta, la deshaces, la vuelves a hacer, la deshaces…
Y después de un tiempo, de ver que tal vez no hay mayores posibilidades para encontrar un trabajo en el que miren exclusivamente tus capacidades, independientemente de tus orígenes, decides regresar.
Pero todo ha cambiado: tus amigos de antes tienen una nueva vida. Están casados, tienen hijos, o simplemente la distancia enfrió tanto las cosas al punto de que ya no sabes qué contarles ni qué decir. Nada está como cuando te despediste, pero al mismo tiempo, tu tampoco eres aquella persona que se fue, tal vez en medio de lo que era un arranque de explosividad.
Encuentras trabajo y desarrollas tu carrera pero sin dejar de viajar. Vives pensando cuál será el próximo destino, cuándo tienes días libres para volver a dejar volar la imaginación, cuándo o qué más puedes estudiar, porque después de aprender a mil por hora, tanto en tu posgrado como en la «universidad de la vida», sientes que ya no puedes pasar tu tiempo libre viendo televisión en la casa.
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La presión social por estar sola, viajar sola, defenderte sola, decidir sola, por invertir tu dinero y tiempo en ti y solo en ti, te martilla la cabeza día tras día. Sentir aquella incómoda actitud de pensar que el dinero lo hace todo, que con dinero puedes comprar la felicidad, el amor, el éxito en la vida. Y chocar siempre con esto.
Sentir que, definitivamente, ya no eres de aquí, porque te sientes extranjero en tu propia tierra, pero tampoco de allá, porque alguien o las propias dificultades para encontrar trabajo te recordarán que, en efecto, siempre serás de fuera.
Sientes un amor «de patria» inmenso y luchas por dar a conocer lo bello de tu país, pero al mismo tiempo, y al vivir acá, algunas mentalidades de otra época te hunden de nuevo en ilusiones frustradas.
«El que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país»: René Descartes
No hay nada que hacer. Te sientes como mosco en leche al regresar. No eres ni de aquí ni de allá ni de ningún lado. Estás en el limbo. No tienes nacionalidad. Eres viajero.