Perdí el vuelo. Mi mochila no llegó. No sé cómo moverme en la ciudad. Lo extraño. Ya no lo extraño. Me estafaron. El hostal es horrible. Tengo hambre. En esta ciudad soy la única occidental. ¿Tengo malaria? Hay una rata en mi bungalow. Extraño a mi familia. Estoy cansada.
No importa cuál sea la razón, durante mis 10 meses de viaje en solitario no han faltado los momentos en los que no doy más. Son días en los que me despierto y sé que todo está mal. Me molesta estar en un dormitorio compartido. Me molesta tener que vestirme para salir a desayunar. Me molesta estar en una ciudad nueva y no saber cómo ir de un lugar a otro. Me molesta haberme separado de mi último compañero de viaje. Me molesta llevar meses comiendo mal. Me molesta mi ropa vieja. Me molesta armar la mochila, y me molesta cargarla.
Son esos días en los que no le encuentro ningún sentido a lo que estoy haciendo. La razón me dice que estoy cumpliendo mi sueño de vida. El corazón me dice que deje de moverme, que vuelva a mi casa, que esté con los míos.
La primera vez que colapsé fue cuando me separé de mi grupo de amigos en Laos. Nos habíamos conocido en la frontera con Tailandia y llegamos juntos hasta Vang Vieng. A partir de ahí todos seguimos caminos distintos. Yo partí a Camboya. A la pena por la separación se sumó un difícil paso fronterizo, un viaje de 18 horas en un bus sin aire acondicionado, un hostal solitario y una intoxicación que me tuvo en cama una semana.
Dos meses después pasé una semana completa prácticamente en cama. No estaba enferma. Estaba aburrida de moverme y me sentía sola. Estaba en Londres y no quería ni siquiera ver el Big Ben. Soy una fanática de Harry Potter y solo fui a la plataforma 9 3/4 de King Cross cuando supe que no iba a volver a Inglaterra y era mi única oportunidad.
En ese entonces no sabía que después de un día negro siempre vuelve el sol más brillante que nunca. Eso me lo enseñó el camino.
El camino me enseñó que a veces perder un vuelo termina con una invitación a cenar al mejor restaurant de la ciudad, solo porque los otros pasajeros que también perdieron el vuelo consideran que tu aventura es digna de imitar y quieren saber más de ti.
El camino me enseñó que las despedidas son duras, pero que las amistades verdaderas encuentran la forma de encontrarse de nuevo, ¡Y en cualquier parte del mundo!
El camino me enseñó que después de pasar dos horas llorando porque no me quiero quedar sola siempre va a llegar una amiga para animarte. La mía llegó con su nueva aplicación de pokemon GO lista para salir a buscar pokemones por Borneo (¡Vamos!, ¡Vístete!, ¡No hay tiempo para llorar!).
El camino me enseñó que por cada taxista que me deje botada en un pueblo perdido habrá un local amable que, sin estafarme, se consiga una camioneta y me lleve adonde necesito llegar. Porque no importa donde esté, siempre voy a encontrar humanos en mi camino. Y los humanos aman. Sobre todas las cosas, aman.
El camino me enseñó que no tengo que sentirme sola, porque mientras más tiempo paso viajando más amigos tengo, ¡Y más casas me reciben en distintas partes del mundo!
El camino me enseñó que los días en que me siento más sola son los días que soy innatamente más sociable y termino haciendo muy buenos amigos.
El camino me enseñó que el miedo por lo nuevo es directamente proporcional a mi capacidad de lidiar con él. Que da lo mismo a donde llegue, siempre encuentro la forma de ubicarme y vivir, siempre puedo convertirme en la guía turística.
El camino me enseñó que es en los momentos más tristes de mi viaje donde la vida se hace cargo de entregarme lo que necesito para alegrarme.
El camino me enseñó a no escapar de las experiencias y circunstancias difíciles, porque son las que más capacidad tienen de transformarme. Porque son las que me sacan de mi zona de confort. Y ahí es donde empieza la magia.
De eso se ha tratado esta aventura. De hacer todo lo que está mi alcance para hacerla bella. Pero cuando las cosas se escapan de mi control hay una fuerza mágica que se hace cargo de mandarme un amigo, un café, un mapa, un perro callejero amistoso, un taxista agradable o un hostal cómodo.
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Nunca había entendido tan bien la importancia de confiar. Confiar en la vida, en los humanos, en la naturaleza, en el tiempo. Confiar en que el mundo que nos muestran en los noticieros no es el único que existe, que no me van a secuestrar en cada esquina y que es más probable que me asalten fuera de mi casa que en este viaje. Confiar en que todo va a estar bien, en que lo más vital me llegará.
¿Y qué es lo más vital para mí? A veces una cama, a veces un amigo, a veces una visita familiar o incluso un lindo atardecer. No importa lo que sea, siempre llega cuando más lo necesito. Por eso sé que si algo no ha llegado es porque aún no es necesario. Es porque todavía queda camino por recorrer y muchas cosas por encontrar y aprender en él.
«En la vida tu no saltas de un momento maravilloso a otro momento maravilloso. La forma como te las arreglas entre esos momentos maravillosos, cuando las cosas no están yendo bien, es una medida de cuanta devoción sientes por tu vocación, y que tan preparado estás para lidiar con las demandas asociadas a llevar una vida creativa», Elizabeth Gilbert.