Las primeras horas que pasé en India no fueron exactamente lo que creí que sería. Dejemos una cosa en claro, viajar a ese país es enriquecedor pero tienes que ir con la mente abierta… y créeme cuando te digo que lo más seguro es que te dé un shock cultural, que seguro después de uno o dos días se te quita y lo único que vas a pensar es en regresar.
Pues bien, era el primer día en Nueva Delhi, no tenía ni 10 horas que mi avión había aterrizado a ese país y el shock estaba y fuerte. El lugar donde estaba el hostal se veía muy mal por la noche, pero creía que con las calles iluminadas por el sol y con la ciudad despierta todo lo que había visto la noche anterior se borraría de mi cabeza y volvería a estar feliz con mi decisión de haber ido a ese lugar. Pues no, me equivoqué. Al salir del hostal lo único que vi fue el mismo caos de antes pero ahora con luz.
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El Templo Akshardham
Nosotros tomamos el rickshaw hasta una parte un poco más céntrica de la ciudad. Después de nuestra incansable búsqueda por un lugar mejor para los días venideros por fin nos dirigimos al templo Akshardham, al que visitaríamos por ese día. Tomamos el metro, el cual es muy moderno y en buen estado. Cuando llegamos al templo vimos que el lugar era popular. Había una larga fila para poder entrar.
En este templo no se puede tomar fotos, así que todos guardamos nuestras cámaras y entramos, pero ese día honestamente lo tengo borroso. Estábamos en un estado de trance y negación. Recuerdo que yo trataba de verle el lado bueno a todo pero lo sentía falso. Era como si tuviera una nube gris encima que me nublaba la vista. Ese día no aproveché de lo que India tenía para ofrecerme, pero tampoco me arrepiento de él… tenía que pasar para que así yo pudiera abrir los ojos y ver en realidad todos los tonos de colores que el país tiene y poder alegrarme al verlos.
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Cuando terminamos nuestra visita, regresamos al hostal por nuestras cosas. Antes de entrar a ese callejón un señor con su hijita de apenas un año me vio. Él se acercó a mi y me dio a la niña. «Foto», dijo. Yo creí que quería que yo le tomara una foto a él con su niña, pero luego me di cuenta que lo que lo que en realidad quería es que yo me tomara con mi cámara una foto con su hija en mis brazos. Así lo hice. Noté que ella tenía miedo, yo la asustaba. Y comprendí lo estúpida que estaba siendo por comportarme como lo había hecho.
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Puse a la niña en el suelo y la miré. Tenía delineado los ojos y eso hacía que se le vieran más grandes. En India y en otras partes del mundo los padres hacen esto con sus hijos para eliminar el mal de ojo. Ella se veía tan pequeña y linda. Le pregunté su nombre, su padre estaba feliz, sonreía en todo momento. Ella no contestaba, decidí tomarle un retrato y justo cuando lo hice ella dijo su nombre. Me despedí de esa familia y fuimos al hostal, mi alma ya no pesaba tanto y creo que ese fue en momento en el que comencé a relajarme.
Tomamos nuestras cosas y fuimos a una calle con muchos autobuses. Una vez en uno de ellos aproveché para dormir. No estaba cómoda pero estaba tan cansada que dormí a gusto. Llegamos a Amritsar, una ciudad al Noroeste de India, en el estado de Punjab. Nos recibió la desolación, era muy temprano en la mañana. El sol apenas se asomaba.
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El Templo de Oro
Recorrimos las calles para acercarnos al Templo de Oro, la razón por la que fuimos allí. Ese mismo lugar ofrecía un espacio para almacenar pertenencias. Dejamos nuestras cosas y vimos que teníamos que entrar descalzos y cubrirnos la cabeza. Ese día hacía mucho frío. Nos pusimos un chal en la cabeza y entramos. El piso estaba helado. Era casi imposible caminar, lo hicimos en saltitos hasta llegar a una alfombra y prepararnos para seguir.
Cuando entramos por completo y vimos el Templo de Oro mis ojos quedaron fascinados. Era hermoso. Un pequeño templo dorado justo en medio de agua rodeado de un edificio con un corredor completamente blanco. Este lugar es el más sagrado y es tan importante este templo para ellos que al menos una vez en tu vida tienes que ir allí. Las personas caminan junto a ti como hermanos. A veces nos miraban curiosos por un segundo y después volteaban y seguían en lo que hacían. Todo se sentía muy puro.
Lo mejor fue entrar al templo dorado. Había una larga fila para hacerlo, en la puerta te esperaba unas señora y te daba una comida. Yo la acepté porque no quería faltarle el respeto. Ya dentro vimos como las personas estaban aglomeradas, unos junto a otros, todos rezando y cantando. En el medio habían unos músicos tocando canciones con ritmos que jamás había escuchado antes. En un idioma completamente desconocido. Me paré ahí, los observé, de ese cuarto emanaba algo que te tranquilizaba, no recuerdo otro lugar en el que yo haya sentido lo mismo que sentí ese día, en ese lugar. Esa calma mezclada con belleza, fue algo único y absolutamente maravilloso.
Subimos a la parte de arriba del templo y lo rodeamos. El sol se escondía entre las nubes y parecía ajeno a nosotros. Después caminos un poco entre las terrazas, vimos la vida que había dentro. Vi a un señor que estaba en un pequeño barco hecho de madera y remaba en medio del lago. Él llevaba la vestimenta sij. Parecía ser alguien importante, o eso me pareció.
Cuando salíamos de ahí, vimos cómo las personas se bañaban en ese lago. Después nos enteramos que los devotos hacían esto para limpiarse de impurezas y evitar enfermedades. Los hombres tenían un lugar asignado para esto y las mujeres otro. Por pudor. «¿Te das cuenta que acabas de tomar de esa agua en la que ellos se bañan?», exclamó mi prima. Yo abrí la boca para decir algo pero preferí no hacerlo. Salimos de ahí en silencio.