“Señores pasajeros, Les habla el capitán, siendo las 23:47 horas nos encontramos próximos a aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Keflavik”
Cuántos meses había estado deseando este momento, cuántos documentales me habían desvelado por noches imaginando algún día poder llevar mi cámara a esta isla situada al borde del Ártico donde mi imaginación ya la había recorrido por completo.
Darle la vuelta a Islandia fue más que un viaje, fue un sueño… un sueño que luego se volvió una meta y un día con los pies en la tierra se volvió realidad. Ahí estaba, totalmente solo, luego de cuatro vuelos, tratando de entender que todo esto era cierto.
Por muy loco que parezca por semanas había estado mandando mails a gente del otro lado del mundo, compartiendo mi trabajo y organizando junto a compañías y agencias filmar un proyecto. Pero algo en el reloj no coincidía con lo que estaba sucediendo.
Un atardecer increíble se hacía presente a medianoche, el cuerpo ya cansado me pedía a gritos ir a dormir, pero la cámara y el entusiasmo hacían su ultimo esfuerzo para mantenerse de pie ante tanta luz y así poder retratar dicho evento.
No voy a decir que fue fácil, pero sí que valió totalmente la pena. Un mes entero en el cual el sol apenas rozaba el horizonte impidiendo que casi no oscureciera; en donde 1600 kilómetros a dedo, en bici, en barco o caminando no solamente me llevaron alrededor de cada paisaje y esquina de la isla, sino también a encontrarme con personalidades e historias inolvidables.
Como aquel día llegando al sur, cuando tuve el honor de conocer a Reynir, un hombre de 84 años que era considerado “eterno”, ya que según los locales el tiempo no lo afectaba debido a su sabiduría. Cruzamos caminos por casualidad, y creo que al instante uno se da cuenta la personalidad que tiene enfrente.
Recorrimos las costa sur con su perro y su camioneta, cruzando playa, montañas y glaciares. Entre historias de vikingos, antepasados y cuestiones geológicas de cómo la erupción de un volcán había creado todo lo que estábamos viendo, cada palabra que pronunciaba en su difícil inglés se transformaba en algo que luego se repetiría por siempre.
Definitivamente lo importante no son los lugares, sino lo que vivimos en ellos. Viajar no pasa por las distancias sino por las que experimentamos estando en movimiento.
Salir de la comodidad de uno nos lleva a volver a encontrarnos con cuestiones que parecían olvidadas, volver a recordar de que estamos hechos y dispuestos, una cuestión de perspectiva para valorar tanto lo propio como lo ajeno.
Sentí que en un mes había vivido más que los últimos 4 años, y tal vez esa es la magia de viajar, poder recordar lo importante que es estar hoy acá.