El desierto de Atacama, conocido por ser el más árido del planeta, enfrenta hoy una paradoja inquietante: sus dunas ya no están hechas solo de arena, sino también de montañas de ropa desechada que nunca encontró comprador.
Cada año, unas 59 mil toneladas de ropa llegan al puerto de Iquique, al norte de Chile, como resultado del fast fashion y de las colecciones que no se venden en Estados Unidos ni en Europa. De esa cantidad, apenas unas 20 mil toneladas logran revenderse en distintos mercados latinoamericanos. El resto, cerca de 39 mil toneladas, termina abandonado en el desierto, acumulándose en enormes montículos que contienen tintes, químicos y fibras imposibles de biodegradar.
El impacto es devastador. Expertos advierten que cada prenda puede tardar siglos en descomponerse, liberando sustancias tóxicas al suelo y al aire en un ecosistema especialmente frágil. La industria de la moda, detrás solo del petróleo en su nivel de contaminación, es responsable de cerca del 10% de las emisiones globales de carbono y del uso desmedido de agua: fabricar un solo par de jeans consume más de 7.000 litros.
Ante la falta de soluciones gubernamentales, algunos emprendedores han tomado la iniciativa. Franklin Zepeda, fundador de EcoFibra, creó un sistema que transforma estas prendas en paneles de aislamiento térmico, demostrando que la basura textil puede tener un nuevo propósito.

Pero mientras la moda rápida siga alimentada por el consumo masivo —como quedó demostrado en el último Single’s Day en China, que generó ventas por más de 84 mil millones de dólares—, el problema no dejará de crecer.
El Atacama, que alguna vez fue símbolo de desolación natural, es hoy el recordatorio más brutal de que la moda tiene un costo que va mucho más allá del precio en la etiqueta.
