No como los científicos con tubos de ensayo, embudos, balones de destilación ni probetas. Tampoco corriendo el riesgo de intoxicarse o hacer explotar el laboratorio por expulsión de gases… pero pese a andar sin batas blancas ni gafas de protección, todo viajero por convicción es un investigador en potencia.
Leer sobre un nuevo destino, sus costumbres y recomendados necesita tiempo, porque pensar y planear la ruta, los precios y cómo sostenerse -si haces dinero en el viaje-, no nace de un día para otro. Requiere de una ‘investigacioncilla’ pequeña, antes. Pero luego, cuando por fin se haga real el día esperado, el ejercicio muta hacia la etnografía: detallamos, aprendemos, describimos, e incluso adoptamos algunas características de aquella visión ajena.
No implica ponernos un penacho de plumas y danzar en bola alrededor del fuego, no. Pero sí lo básico: escuchamos muy atentamente, intentamos descifrar el porqué de las cosas -y no para reforzar imágenes preconcebidas-, tomamos muchas notas mentales, virtuales, e incluso, una que otra en físico, y regresamos o seguimos nuestro camino siendo otras personas, más completas que antes de haber tenido ese nuevo contacto.
Todo porque para algunos, viajar trasciende el hecho de tomarse ‘selfies’ en las siete maravillas del mundo, tachar infinidad de sitios de una lista de «pendientes», y juntarse siempre con los visitantes de la misma nacionalidad, del mismo idioma, de las mismas costumbres.
No. Para algunos, viajar es detenerse a saborear lo que hay más allá de una foto de portada en Facebook. Dedicar tiempo a conocer gente diversa, y a ser capaz de ser como un camaleón en ese entorno. Es vivir como ellos, ir adonde salen, comer lo que preparan, pensar como piensan, intentar entender algo que a primera vista nos dejó pasmados. Es evitar conformarse con la nata del chocolate caliente, para degustar todo, hasta el «cuncho» (los restos) que queda en la taza: TO-DO.
Por eso, prefiero las casas de familia a los hoteles u hostales: es más fácil sumergirse en la sociedad desde su más pequeño enjambre. En Cuba, por ejemplo, antes de que empezara la reciente apertura de Raúl Castro, me quedé en una habitación de una sencilla casa del centro habanero que, además, era más barata que un hotel.
Probé la sazón de la dueña del hogar -exquisita- pero aparte de comer lo tradicional, conté con una compañía algo especial: unos muñecos a los que llaman «santos», que aparentan mirar mientras intentas -infructuosamente- concentrarte en los alimentos.
Lo que para mi era sinónimo de miedo o incluso brujería (claro, después de crecer viendo «chucky, el muñeco diabólico» y películas por el estilo), para sus habitantes lo era de protección. Aunque mi percepción no cambió después de percatarme de ello, me sentí orgullosa de haber aprendido otro aspecto de un país maravilloso. Sí, porque no se trata de adoptar la postura odiosa del científico que mira por encima del hombro a quienes no profesan su fe, sino de poner mucha atención, hablar de igual a igual y concentrarse en comprender.
Me acostumbré a comer pan con aguacate y tinto (café negro) de desayuno en Perú, me emborraché con el gusano del mezcal en México, me puse la ropa de mi amiga rusa en San Petersburgo para soportar el frío, y alguna que otra adaptación más pero aún quedan muchos pensamientos y tradiciones por averiguar (¡El mundo es demasiado rico en culturas!
En uno de estos viajes, y después de ver que una amiga en Río de Janeiro espantaba a la gente que se nos acercaba, concluí que tal vez se logra visitar y entender realmente un lugar hablando con sus habitantes, conociendo sus rutinas, haciendo amigos. Al fin y al cabo, viajar no es sólo moverse físicamente, sino también tener la disposición de dilatar las pupilas y dejar entrar esa avalancha de luz que llega al palpar, por primera vez, un nuevo destino.