El regreso a Bahía Honda

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Redactor
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Después de dos escalas, un ómnibus nocturno de 10 horas, un taxi y una lancha llegamos a Bocas del Toro. Tantas veces había cruzado aquel mar en medio de la noche hasta vislumbrar las débiles luces de las viviendas isleñas. Esta vez el viaje fue diferente, con la luz de la mañana y el tinte violáceo del amanecer, nos fuimos acercando lentamente a la pintoresca ciudad de Bocas del Toro. El silencio matinal y los coloridos muelles nos dieron la bienvenida a un viaje en el tiempo.

Caminamos por la calle principal como lo habíamos hecho ya antes. Los puestos turísticos empezaban a instalarse en las veredas y los locales nos miraban al escuchar el ruido de nuestras valijas sobre el cemento. Todo seguía igual: mi amigo jamaiquino Arturo que alquila las bicis seguía en la misma esquina, la misma feria frente a la plaza, el cacareo de los gallos por la madrugada, el ritmo del vallenato de fondo. Caminamos como retrocediendo en el tiempo, reconociendo rostros y personajes difícilmente olvidables, como el hombre mudo que pasea su avión de juguete o el tipo que viaja en bici con una ardilla en su canasta (aunque las primeras veces haya creído que era una rata). De a poco empezaba a sentirme en casa, nada había cambiado.

Esa misma noche con Joe visitamos el bar donde nos conocimos cuatro años atrás, le dicen el Bookstore. Paradójicamente, las paredes colmadas de libros en desuso parecen más una escenografía bizarra para los gringos que ya después de varios tragos se ponen a jugar al Mario Bros. En medio de aquella escena, una mesa de ping pong para los más sagaces y una barra con caricaturas pintadas de Poe y Kafka. Nos reíamos al ver ese sucucho desierto que tantas veces habíamos recordado con nostalgia, quizás con una mirada más benévola y romántica.

Turista vs. Viajero

Después de una noche en un hostel, decidimos alquilar un departamento. Queríamos vivir como locales, alejados del movimiento turístico. Todas las tardes los chicos bocatoreños de la primaria jugaban al fútbol en nuestra esquina. Veíamos a algunos festejar goles y a otros explotar de rabia e impotencia cuando perdían una jugada o les hacían un caño. Cada tanto el partido se interrumpía por unos segundos por la presencia de un perro o cuando un turista en bici no respetaba la seriedad del partido y seguía camino esquivando jugadores.

Chumbo era el entrenador del equipo y aunque parecía un guardaespaldas tenía solo 15 años. Había crecido mucho desde la última vez que lo habíamos visto, ya era un hombre y todo un profesional en su trabajo. Entrenaba a los chicos todos los días y soportaba con paciencia el lloriqueo de los que se resistían a correr una cuadra más para entrar en calor. Casi como una rutina, todas las tardes nos sentábamos en la vereda a ver los partidos como si fuese un mundial. Festejábamos con ellos y pensábamos cuan afortunados eran por vivir entre palmeras, lejos de las redes sociales y más cerca del mundo real: los amigos y el fútbol callejero.

Los días siguientes visitamos las distintas playas de Bocas y fue ahí donde empezamos a ver los efectos del paso del tiempo. Ahora en Red Frog te cobran entrada para ingresar y salir de la playa (o al parque nacional, como lo llaman) y en playa Estrella no se puede ni caminar por la cantidad de turistas aglomerados al estilo Playa Grande. Claro que ahora, con tantos visitantes las estrellas de mar ya desaparecieron y el nombre de la playa perdió su sentido.

Zapatilla ya no es una isla desierta, ahora hay construcciones para los guardaparques y guardavidas y una senda señalizada para que los turistas crucen la isla caminando. Recordaba que años atrás la misma isla todavía se mantenía virgen y ajena a la civilización. Uno la caminaba sin dirección ni rumbo, y aunque la isla es pequeña y es imposible perderse, la euforia por el encuentro con los salvaje convertía al paseo en una aventura.

Cuando comenzaba a llover, y en Bocas sucede casi todos los días, cruzábamos a la casa del bote. La dueña, Donna, tenía un spa para turistas en el frente y nos dejaba usar la casa del fondo que estaba sobre el agua. Ahí nos sentábamos a ver los barcos pasar y jugábamos con Ofelia, una gatita que nos perseguía a todos lados y que me conquistó con su accionar perruno. En esa casa estaban alojados dos viajeros de Alaska que, acostumbrados a la nieve les costaba tolerar el clima húmedo y sofocante de Panamá. Por las noches los visitábamos, compartíamos un vino y escuchábamos las cautivadoras historias de su vida en Alaska. Me parecía increíble que aparecieran osos salvajes en el jardín de tu casa o tener que vivir tanto tiempo sin la luz del sol.

El reencuentro con Bahía Honda

Ya habían pasado casi tres semanas y todavía no había visitado Bahía Honda, la escuelita rural en la que trabajé años atrás. La fundación Give and surf continúa con el trabajo de brindar educación a niños de la comunidad local Ngobe. Voluntarios de distintas partes del mundo colaboran y participan de esta aventura. Además de formar parte de la organización, también disfrutan de playas paradisíacas y olas envidiables por todos los surfistas.

Una mañana sin pensarlo más decidí volver. Tomamos una lancha al muelle de Bastimentos y nos encontramos allí con los actuales maestros. Ahora, otra argentina, Jaz, ocupaba mi lugar. Mientras nos acercábamos a la escuelita, la escuchaba contarme historias sobre los chicos y me recordaba a mí años atrás. Al igual que en los viejos tiempos, fuimos recogiendo a los alumnos uno a uno por sus muelles.

Era el primer día de clase después de las vacaciones y estaban felices de volver a la escuela. El último muelle lo reconocí fácilmente, sabía que allí vivía Alonso, mi alumno preferido. Cuando lo vi acercarse al bote noté lo grande que estaba. Ya no era un gruñón que siempre necesitaba unos minutos en soledad por la mañana para despertarse, ahora no paraba de sonreír feliz de volver a clase. Cuando terminó la clase me despedí de cada uno de ellos sabiendo que alguna vez los volvería a ver. Dejamos a cada uno de ellos en su muelle y los vi alejarse adentrándose en la selva. No se podía ver ninguna construcción desde el mar, ellos sabían a dónde ir.

Nuestro viaje a Bocas estaba llegando a su fin y yo sentía que recién comenzaba a sentirme en casa. El día que nos fuimos compramos dos arcos de fútbol de plástico para Chumbo. Antes de irnos se los llevamos a su casa, su mirada lo decía todo, no hizo falta decir nada. Nos dio la mano y así nos despedimos.

Horas más tarde, volando de vuelta a casa saqué mi diario de viajes en el que escribí cuatro años atrás. Aquella narradora ya no era otra, era yo. Ahora sí pude reconocerme en esa voz y volvía a reunirme con aquella que fui, también la soñadora. Esta vuelta a Bocas fue un viaje en el tiempo pero también una vuelta a mí misma: «(28 de marzo de 2013) Me gusta estar a oscuras escribiendo con una linterna, escuchando la lluvia de afuera, sintiendo que estoy escribiendo parte de mi historia. Quizás esto lo lea en el futuro, cuando sienta nostalgia o cuando no pueda recordar con exactitud cada detalle, pero aún allí, con el paso del tiempo, voy a tener la certeza de que esto fue parte mía».

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