Apenas unos minutos pasan de las nueve de la noche del miércoles y, como si se tratase de un domingo camuflado, algo de angustia se apodera de mi garganta. Bueno, no es tanto así como un “algo”, es más que eso… Porque cuando uno se angustia empieza adjudicando el motivo por un evento o episodio reciente pero curiosamente también termina angustiado por lo que a mí me gusta describir como “las mismas cosas de siempre”. ¿Qué es lo que incluímos dentro de ese frasco que se agranda y se achica según el tamaño de nuestras angustias? Solo yo sabré de las mías, así como de seguro solo tú podrás reconocer las tuyas.
Pero escarbando un poco en los por qué de mi angustia logro reconocer un sentimiento que, si bien parece un poco intrascendente a mi contexto actual, no deja de ser importante en sí: mi día a día se volvió cotidiano. Y es una locura pensarlo porque en la ciudad de La Plata (Argentina), desde donde escribo toda esta ensalada de palabras e ideas sueltas, ya se han cumplido unos 200 días de aislamiento para prevenir la propagación del COVID-19 y si hay algo que marcó mi “cuarentena” fue precisamente la inexactitud de los días.
Fueron días en los que experimenté sensaciones de todo tipo: experiencias incómodas y experiencias alegres, si es que a algo de lo que sucede en pandemia se lo puede describir como “alegre”. Cumpleaños, familiares en el hospital, desencuentros, nuevas responsabilidades. Crisis sobre mi futuro: quién soy, qué quiero ser, dónde estoy, a dónde quiero estar, con quiénes estoy, con quiénes quiero estar. Todo, y muchas veces todo junto. En este momento en que escribo esto, pienso: ¿cómo no estar en un abismo si es el mismísimo mundo entero el que se experimenta en crisis?
Cuando eso pasa, lo único que logra alivianarme es escribir, bajar a papel -o Google Drive- lo que me “está pasando”. Así que acá estoy. También me ayuda pensar en los buenos momentos previos que tuve a toda esta vorágine. Muchos de ellos se destacan por reconocerme a mí haciendo algo que me gusta, por amigos protagonizando algunas divertidas escenas, o por saber justamente que, mi día a día, de cotidiano no tenía mucho. Y cuando pienso en esto último automáticamente recurro a mis experiencias de viaje. Porque si hay un lugar y momento en el que uno vive a flor de piel la actitud que quiere tener los 365 días del año es durante un viaje.
De seguro por eso también este último tiempo nos encontramos extrañando mucho viajar. Más allá de que, por lo general, siempre que existe una prohibición o una restricción como en este caso con la posibilidad de movernos de una ciudad a otra, o de cruzar de un país a otro, tendemos a extrañar hacerlo el doble. O el triple. O multiplicado por el número que más te guste.
Precisamente por eso me encontré hace unos días con ganas de escribir una nota a la cual titular “El viaje que me prometo cuando vuelva a viajar”. Y este anhelo tiene que ver con la impotencia de haber vuelto en el tiempo y reconocido de momentos, lugares y personas que “podría haber disfrutado más” o bien de presiones de las que hubiera tenido que deshacerme si realmente lo que me importaba era andar un poco más liviana mientras recorría. También me ayudó Facebook con esos torturadores recuerdos en los que me mostró una foto de uno de mis mejores viajes visitando la provincia de Córdoba.
Como si fuera una especie de sueño en película, puedo distinguir que el viaje que me prometo cuando vuelva a viajar me tiene a mí como protagonista. Eligiendo a dónde quiero estar, cómo quiero estar, con quién quiero estar… si es que quisiera estar con alguien. A lo mejor es momento de prometerme un viaje sola cuando vuelva a viajar, ¿por qué no?
Pero, de una manera u otra, me prometo un viaje nuevo. Porque es lo nuevo lo que nos dará la posibilidad de experimentar algo distinto, de sentir adrenalina por lo desconocido. Eso. Ahora que lo pienso también me genera angustia creer que todo lo que me rodea es lo “conocido” y que, muy a mi pesar, he caído en la maldita zona de confort.
Me prometo un viaje nuevo porque necesito olvidarme del viaje anterior. Un viaje corto, realmente corto, en el que las cosas se me fueron de control y terminaron mal… o al menos no como yo hubiera esperado. Me prometo un viaje nuevo porque necesito perdonarme sobre aquello entendiendo que, si bien no me salió del todo bien, de todo se aprende y aquella experiencia me sirvió como mil lecciones juntas y de prepo.
Me prometo un viaje en el que decida registrar más sobre lo que vivo con todos los sentidos del cuerpo que con el celular o la cámara de fotos. Un viaje nuevo en el que me sirvan un buen plato de comida y el calor del mismo no se vaya mientras busco el ángulo para hacer la “foto perfecta”. O un viaje nuevo en el que pueda disfrutar de una de esas canciones que hacen bailar el alma interpretada por artistas callejeros sin recurrir a grabarla para “stories”… Irónicamente, cuando más me acuerdo de respirar, es cuando menos atención estoy prestando al celular.
Y hasta también un viaje en el que me anime a perderme entre las calles y desorientarme sin remordimiento. Un viaje que no tenga nada que ver con los viajes que pude haber hecho.
Me prometo un viaje nuevo que me lleve a viajar por mi país, una travesía para aceptar que no conozco nada de lo que creo conocer. Porque, como suele pasar conmigo misma, que me habite no quiere decir que me conozca al 100%. Ni de arriba a abajo ni de izquierda a derecha.
Como también me prometo un viaje nuevo que me lleve al otro lado del charco con sed de encontrarme con mis orígenes… ¿Qué historia creemos conocer realmente si no se empieza a descubrir o contar por el principio? Como si fuera un juego de palabras, lo que realmente me prometo es un viaje en el cual encontrar mi principio. Reconocer cuáles son mis ideales, mis creencias: ponerles nombre y quitarles culpa, porque, a fin de cuentas, seré yo la única responsable de defenderlas. Y por si acaso te pregunto: ¿Cuál es tu principio?
Me prometo un viaje al calor. No sé bien si calor de temperatura pero sí calor de ese que regala la calidez, la amabilidad, la simpatía, de todo eso que me escaseaba durante estos días de cuarentena. De todo eso que extrañaba y anhelaba volver a encontrar.
Me prometo un viaje lento. No uno de esos en los que hay que caminar casi trotando para llegar a terminar el día con la mayor cantidad posible de sitios visitados. Un viaje lento, de esos en los que algún lugar inesperado se convierte en atracción y no está mal que así sea… De esos en los que la sobremesa tiene un sabor aparte a la comida recién degustada y de esos en los que la caída del sol se disfruta como tal, sin prisa pero sin pausa. Un viaje lento, porque para rápido ya van las exigencias del trabajo y del estudio, la puntualidad con la que hay que arrancar y terminar el día de rutina o las frustraciones y el estrés.
Me prometo un viaje para ir ligera, sin cargar cosas que resultan prescindibles en el equipaje. Un viaje nuevo para entender que mis pertenencias no tienen porqué cumplir todas una función clave y que, así como espero que suceda con la mente, es preferible dejar espacio libre al viajar para volver con la posibilidad de haber almacenado prendas y pensamientos nuevos. Porque también me prometo un viaje nuevo en el que no vuelva igual a cómo me fui.
Y no menos importante: me prometo un viaje nuevo en el que pueda cumplir mis promesas. Todas las que de alguna manera u otra fui enumerando anteriormente. Y si me expongo y me obligo a cumplirlas no es porque sienta que no pueda o no sea capaz de hacerlo… me lo prometo por el simple hecho de entender que DEBO hacerlo, que es mi responsabilidad hacer que suceda ese viaje nuevo. Que depende de mí darle la prioridad para que sea tan perfecto como lo imagino, así como también tendré que poner, enumerar y ordenar mis prioridades. Así como si la vida se tratase de un viaje, pero de largo recorrido y sin final, o al menos no a la vista.
Ahora, este ejercicio de plasmar frustraciones, pensamientos y deseos, todos juntos como si se tratara de un vómito, no tendría sentido alguno si no habilitara de aquel otro lado del monitor o del celular a lanzar “La pregunta”, como dice uno de los últimos temas de la banda argentina Babasónicos (que de hecho no sería mala recomendación para escuchar y ponerse a pensar sobre el futuro de uno mismo… Pero ahora solo te pregunto: ¿Qué viaje te prometes cuando vuelvas a viajar? ¿Qué historia quieres que cuente ese viaje? ¿Será un reencuentro con alguien? ¿Será un sueño a cumplir? ¿Será la concreción de un trabajo? ¿Cuál es el viaje que te prometes?
Aquí tienes detalles para saber acerca del mío… y por si acaso, ¿crees que me faltó “prometerme” algo? Si quieres, déjame en los comentarios cuáles son tus deseos para el próximo viaje que realices. Y si te animas a más, muéstranos tu viaje más memorable compartiéndolo en redes sociales, arrobando a @intriper y sumando un hashtag que diga #ElViajeQueMePrometo. Quizás asumirlo y expresarlo es una forma de que se materialice pronto. ¡Éxitos con eso!