Conocer una nueva ciudad siempre es una experiencia apasionante. Recorrerla hasta que su olor se vuelve parte de nuestra ropa, apreciar cada detalle hasta que la paleta de colores característica de cada espacio sea tan cotidiana como la que vimos toda la vida.
Acostumbrarse a un sonido diferente, dormir bajo otras estrellas, despertar con el sol en otro lugar. En definitiva, volverse parte de ese lugar y ese lugar, de nosotros.
Pero eso puede suceder en tierra firme.
¿Cómo conjugar toda esa experiencia a bordo de una ciudad flotante en alta mar. Navegando por el Atlántico y costeando 5 ciudades en apenas 8 días?
Hay que preparar los sentidos para vivir a pleno un mundo en constante movimiento habitado por casi 5.000 personas, donde confluye esa miscelánea lingüística del neutro español latino con el rioplatense del sho arrastrado, el portuñol de los que “saben” idiomas y el portugués brasileño con su tonada musical. Por supuesto que nunca falta el desorientado que sólo habla inglés, italiano, francés o alemán. ¿Cómo se les ocurre?
Ese mundo flotante con un tonelaje total de 114500 tn, que es una suerte de dimensión desconocida donde Las Vegas se fundió con Mar del Plata en un abrazo casi perfecto, claramente no es para cualquiera; y quien embarca debe estar dispuesto a todo. O a nada.
A nadar en la piscina, cenar en sus restaurantes, asistir al teatro cada noche o vivir de fiesta en fiesta en la disco y los bares.
Debe estar predispuesto para disfrutar de las noches de blanco, gala, italiana, retro y máscaras. Debe apostar en el casino o encontrar al capitán y ganar un premio. Debe descansar y recuperar fuerzas en el mar para caminar al otro día por las playas brasileras de Ilha Grande y de Ilhabela, a volar sobre Río de Janeiro y almorzar en Montevideo, Uruguay.
Debe poder asombrarse con los precios de las tiendas de a bordo o gastar lo que quiera en artículos de primeras marcas que serán el botín de guerra al desembarcar. La prueba del “yo estuve ahí”.
Son demasiados mundos simultáneos para cualquiera, con cronogramas pensados al detalle e itinerarios que no dejan nada librado al azar, pero el que sabe, sabe. Los disfruta con la certeza de que cada viaje en el Costa Pacífica es la oportunidad perfecta para tener una probada justa de cada lugar, para elegir a cuál volver luego.
El que busca relajarse lo hace en la proa dejándose llevar por la caída del sol en medio del Atlántico, o mecer por las olas en su propio camarote. El que busca ruido va a encontrarlo. Quien quiera paz, también.
Todo en un mismo lugar, que paradójicamente nunca está en un mismo lugar. Donde el tiempo no se mide en horas, sino en experiencias.
Una ciudad de lujo y 12 pisos de altura que flota, una fuente de diversión perpetua con el Río de La Plata como punto de partida y de arribo. Las distancias son inciertas, podrían medirse en kilómetros o en millas náuticas, pero no tiene sentido. Lo que valió fue el viaje, y es definitivo que uno solo, nunca será suficiente.