Durante varias semanas, se han estado preparando los suministros necesarios en cuatro localidades de la provincia de Canas, en Cusco, para llevar a cabo la reconstrucción de una carretera de 29 metros de longitud y 1,20 metros de ancho
En el cañón del río Apurímac, en la región de Cusco en Perú, se está produciendo un renacimiento de una obra que tiene seis siglos de antigüedad. A una altura de 28 metros, hábiles hombres de piel cobriza están trenzando los últimos tramos del único puente de cuerdas inca que queda en el mundo.
Cada junio, los indígenas quechuas llevan a cabo un rito de conservación laborioso en el mismo lugar donde latió el antiguo imperio inca.
El puente de Q’eswachaka, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2013, es una monumental estructura tejida con cuerdas hechas de la fibra vegetal de la q’oya, que se obtiene de una planta que crece en los Andes.
Durante semanas, cuatro comunidades en la provincia de Canas, en Cusco, han estado preparando los materiales necesarios para reconstruir una vía de 29 metros de longitud y 1.20 metros de ancho, que fue utilizada por sus antepasados y hoy en día se utiliza principalmente con fines turísticos.
Más de mil personas, conocidas como «todo el pueblo», han contribuido a la construcción de este puente, según señala Gregorio Huayhua, de 49 años y miembro de la comunidad Huinchiri.
Una vez que la pandemia haya pasado, los indígenas esperan recuperar el interés de los visitantes en una de las tradiciones más impresionantes de Cusco, que es mundialmente conocido por la ciudadela de Machu Picchu.
A golpe de hoz, mujeres vestidas con polleras multicolores van cortando la q’oya, con la cual luego armarán atados que remojarán en un pozo para finalmente machacarlos con piedra.
Los dioses «nos castigan si no renovamos (el puente). Nos pasaría algo. Nunca podemos olvidar el puente», señala Emperatriz Arizapana, una campesina de 54 años de la comunidad Huinchiri.
Sentadas al borde de un camino polvoriento, las campesinas comienzan a trenzar las sogas.
En cuestión de horas, forman gruesas serpientes de q’oya que los hombres llevan en hombros a través de caminos y escaleras hasta el lugar donde el antiguo Q’eswachaka está próximo a caer.
Esto «lo llevamos de generación en generación (…) desde los preincas«, se enorgullece Alex Huilca, un ingeniero civil de 30 años que guía a las cuadrillas de tejedores.
Paralelo al puente de sogas, hay uno de metal que las comunidades utilizan para el comercio y el transporte.
Bajo el ardiente sol de los Andes peruanos, el chamán de una de las comunidades realiza el sacrificio de un cordero como pago a los dioses de la tierra y las montañas.
Esto se hace «para evitar cualquier accidente durante la reconstrucción», explica el chamán Cayetano Ccanahuari.
Los hombres derriban la antigua estructura. Previamente, han pasado a través de ella las cuerdas más gruesas que servirán como base para el nuevo puente. Las trenzas desgastadas y ennegrecidas caen al río Apurímac como si hubieran sido cortadas con tijeras. La ceremonia de reconstrucción ha comenzado.
Durante tres días, los hombres con sus cabezas cubiertas con chullos, gorros de lana con orejeras, van trenzando y ajustando cuidadosamente. Algunos mastican hojas de coca para recuperar energía.
Sin mostrar ningún vértigo, siete indígenas apenas se tambalean mientras aseguran las últimas cuerdas con sus propias manos.
«Nosotros construimos este puente en tres días. Es una gran demostración de ingeniería. Realmente, este puente es resistente», asegura Huilca.