Todo el conflicto por la masificación de turistas y visitantes a determinados destinos o lugares turísticos comenzó cuando, contradictoriamente, los mismos turistas y/o visitantes empezaron a manifestarse algo incómodos y molestos de la cantidad de gente presenciando lugares.
De hecho, ya habíamos anticipado que el éxodo turístico o la desmedida masificación de visitantes a determinados destinos comenzaba a provocar que muchos lugares tomaran medidas para tratar de frenar tal situación. Entre ellas, algunas apuntaban a la reducción del público visitante, la implementación de mayores exigencias para el acceso o directamente el cierre por determinado tiempo.
El caso más resonante fue el de Barcelona, cuando se volvió viral el insólito pedido de los residentes locales para que los turistas no dieran a conocer sobre la belleza del lugar en un intento por evitar el éxodo turístico.
Ahora bien, cómo y cuándo fue que pasamos de considerar al turismo como algo que era «lo más» durante los años 60 y de creerse una actividad económica de gran potencial para las ciudades a considerar al turismo como una práctica negativa con presencia salvaje y desmedida de personas.
José Antonio Donaire, profesor de Turismo y una de las voces académicas más respetadas de Cataluña en el ámbito turístico, comenzó una reflexión al respecto: «Voy a recordar que el turismo es un gran invento… El turismo es un producto social del siglo XX, la incorporación de clases medias a una práctica hasta entonces muy elitista. Desde sus inicios, las clases elevadas repudiaron la ‘invasión popular’ de las ciudades del ocio que habían sido diseñadas como elementos de distinción«.
¿Qué efectos conlleva el hecho de que turistas de todo el mundo puedan viajar y vacacionar en los mismos lugares que uno? Y es a partir de esto quizás, que genera el debate acerca de los residentes o turistas que adoptan una postura clasista al momento de oponerse al evento vacacional de otros.
Dicho todo lo anterior, José Antonio Donaire sostiene: «admito la enmienda ecológica. Pero la crítica social a la mediocridad del turismo, a la banalidad, es clasismo de manual. Y la mayor parte de la turismofobia, puro despotismo ilustrado que explica a los demás qué tienen que hacer y cómo divertirse. Es miedo al espejo«.
A su vez, plantea tres conclusiones sobre el fenómeno de exigir «no turismo»:
Primero, el turismo es un artefacto de nuestro tiempo, es una pieza de nuestro sistema cultural, como los Rollings, Tarantino, Google o los cómics de Tintín. Es un parte de lo que somos y de lo que hemos sido. Los espacios turísticos son espacios culturales en los que tiene lugar una parte relevante de la vida social de las clases populares. Si fotografiamos lo que realmente nos importa, ¿cuántas imágenes capturamos de nuestros viajes?.
Segundo, esto no ha hecho más que empezar. Las nuevas clases medias y populares de Asia, África y América Latina reclamarán su dosis de turismo. Exigen la promesa de felicidad del fragmento de playa o la cola ante el museo. Y tras 70 años de turistas europeos en playas y museos, ¿qué legitimidad tenemos ahora para exigir ‘no turismo’ a los prototuristas de Perú, de Nigeria o de Pakistán?
Tercero, el turismo hace daño. Sobreexplota recursos, destroza paisajes, precisa de transporte a menudo aéreo y desestabiliza sistemas locales como el modelo comercial o el acceso a la vivienda. Hay que planificar mucho mejor los espacios turísticos y llenarlos de normas… El turismo es una porción muy pequeña del desastre colectivo en la gestión de los recursos.