En el mundo de los viajes épicos, los nombres de Gato y Mancha no suelen figurar entre los más conocidos. Pero estos dos caballos criollos protagonizaron una de las travesías más insólitas y fascinantes del siglo XX: recorrieron más de 21.000 kilómetros, desde Buenos Aires hasta Nueva York y luego hasta París, en una hazaña que desafiaba la lógica, el clima, la geografía y todas las expectativas.
El viaje comenzó en 1925 y culminó en 1928, y su objetivo era tan descabellado como inspirador: demostrar la resistencia del caballo criollo argentino. Al frente de la expedición estaba el suizo Aimé Félix Tschiffely, un profesor de inglés en Buenos Aires con espíritu aventurero, bigotes de mosquetero y una fe inquebrantable en sus monturas.

Dos caballos, un sueño y medio continente por delante
Gato tenía 16 años y Mancha 15 cuando comenzaron la travesía, una edad que para muchos era ya de retiro. Criados en la legendaria estancia «El Cardal» de Emilio Solanet, en Ayacucho, estos caballos no eran pura sangre ni bestias de exhibición. Eran duros, curtidos por la pampa y seleccionados por su nobleza y temple. Criollos hasta el tuétano.
La ruta que eligió Tschiffely no era para débiles: desde Buenos Aires cruzaron la Patagonia, la Cordillera de los Andes, las alturas del altiplano boliviano, el Amazonas, la selva colombiana, el Darién en Panamá (una pesadilla aún hoy para los aventureros), América Central, México y Estados Unidos, hasta llegar a Nueva York. Allí, tras el aplauso del público y la atención de la prensa, los tres embarcaron a Europa y, finalmente, cabalgaron hasta París, donde fueron recibidos como héroes.

El altiplano y los mitos andinos
Uno de los tramos más duros fue el paso por Bolivia. Cruzaron el altiplano a más de 5000 metros de altura, soportando frío extremo, nieve y vientos despiadados. En una anécdota que quedó inmortalizada, un anciano aimara al verlos pasar exclamó que esos caballos eran «apús» (espíritus de las montañas) y no simples animales. No era para menos: mientras otros caballos colapsaban por el soroche (mal de altura), Mancha y Gato seguían troteando como si nada.
El paso por Perú les ofreció hospitalidad y también sustos. En Cusco, los confundieron con una troupe circense y casi los hacen actuar. En Ecuador, un desliz en el barro los dejó atrapados en un barranco durante horas. Gato, el más tranquilo de los dos, casi siempre lideraba la marcha; Mancha, más arisco y temperamental, era quien imponía el ritmo cuando había que sortear peligros.
Panamá: el infierno verde
Si la altura era un desafío, la selva fue otro. El tapón del Darién, una zona selvática entre Colombia y Panamá aún hoy intransitable por carretera, fue uno de los puntos más dramáticos del viaje. A machetazo limpio, guiados por indígenas y ayudados por mulas, atravesaron ríos plagados de caimanes y senderos que desaparecían entre raíces y fango.
«En un momento pensé que no salíamos de ahí», escribió Tschiffely en su diario. «Pero Mancha se negó a retroceder. Clavó las patas en el barro y bufó como un toro. Gato lo siguió. Y yo también, claro».
Triunfo en la civilización

Tras tres años de travesía, llegaron a Nueva York en 1928. La prensa los recibió como celebridades. Los caballos fueron fotografiados frente a Times Square y en Central Park. El mismísimo presidente Calvin Coolidge los saludó. Luego embarcaron rumbo a Europa, y en París, la recepción fue digna de una novela: desfile, medallas, discursos y una ovación en el hipódromo de Longchamp.
Tschiffely publicó un libro con la historia: Tschiffely’s Ride, que se convirtió en un éxito editorial. Pero más allá de las palabras, lo que quedó fue el mito.
El regreso y la gloria eterna
Gato y Mancha regresaron a Argentina en barco, con todos los honores. Vivieron el resto de sus días en la estancia El Cardal, tratados como próceres equinos. Mancha murió en 1947, a los 36 años. Gato, poco después. Ambos fueron embalsamados y pueden visitarse hoy en el Museo de Luján.
La historia de estos dos caballos criollos no es solo una aventura extraordinaria. Es una oda a la perseverancia, la amistad entre especies y la capacidad de hacer lo imposible cuando se mezcla coraje con terquedad.
Postales del viaje
Durante el trayecto, Tschiffely registró cientos de anécdotas. Una vez en Colombia, un grupo de niños los confundió con personajes de una leyenda local y les cantaron canciones. En México, los recibieron con mariachis. En EE.UU., los compararon con los pioneros del Viejo Oeste. Y en París, una señora elegante les ofreció champán… ¡a los caballos!
Cada encuentro fue una muestra de la conexión entre culturas, del asombro que provoca la locura bien encaminada. Porque eso fue este viaje: una locura hermosa.
Una enseñanza para nuestros días
Hoy, en un mundo donde la inmediatez y la velocidad reinan, la historia de Gato y Mancha parece un cuento de otro tiempo. Pero ahí radica su fuerza. Nos recuerda que las grandes gestas no requieren tecnología, sino voluntad. Que los lazos entre humano y animal pueden mover montañas. Y que, a veces, hay que tener el coraje de ensillar el caballo y salir a perseguir una quimera.
Gato y Mancha nunca hablaron. Pero sus cascos, resonando por los caminos de América, nos dejaron un mensaje que aún galopa en el viento.