El padre de ella, Isabel de Segura, era un noble acaudalado que se negaba a autorizar el noviazgo de la pareja, Juan Diego de Marcilla. Él, segundo hijo de una familia con recursos limitados, decidió sumarse a las tropas del rey Pedro II para luchar en las cruzadas contra los seguidores de Mahoma, hacer fortuna y salvar la distancia económica.
Ella prometió aguardarlo cual Penélope medieval, pero le puso plazo a la espera: 5 años. Mientras tanto, Teruel comenzaba a crecer. Los mudéjares, musulmanes que permanecieron en las zonas reconquistadas por la cristiandad, empezaban a delinear una nueva arquitectura que sería una exclusividad española. Se trataba del ensamble de las formas constructivas del catolicismo, en plena transición del románico al gótico, con el arte decorativo islámico.
Pasaba el tiempo y él no volvía. Alguien acercó la noticia de que había muerto en combate. El padre de ella entendió que era la oportunidad de concertar la boda de su hija con Pedro de Azagra, hermano del Señor de Albarracín, amurallada localidad serrana distante apenas 37 kilómetros. Aunque ella mantuvo firme su postura de aguardar hasta el último día de los cinco años.
Llegó el fatídico día y ella, Isabel, contrajo matrimonio con el preferido de su padre. Esa misma noche volvió él, Juan Diego. Desesperado por la noticia, le pidió un único beso pero ella, ya casada, se lo negó.
A la joven le vino al pensamiento de cuánto la quería Diego y de cuánto había hecho por ella, y que por no quererlo besar había muerto. Acordó ir a besarlo antes de que lo enterrasen; se fue a la iglesia del señor San Pedro, que allí lo tenían. Las mujeres honradas se levantaron por ella. Ella no se preocupó de otra cosa más que de ir hacia el muerto. Le descubrió la cara apartando la mortaja, y lo besó tan fuerte que allí murió.
Las personas que veían que ella, que no era parienta, estaba así yacente sobre el muerto, fueron para decirle que se quitase de allí, pero vieron que estaba muerta. El marido contó el caso a todos los que había delante, según ella se lo había contado. Acordaron enterrarlos juntos en una sepultura. Juntos para siempre
Las familias optaron por enterrarlos juntos.
En 1555, cuando estaba en plena construcción el acueducto Los Arcos (todavía en pie), en la capilla de San Cosme y San Damián fueron descubiertas las momias de dos cadáveres. Nadie dudó: eran Los Amantes de Teruel.
El suceso fue transmitiéndose de boca en boca hasta alcanzar la letra escrita. Bocaccio ya había incluido una versión en el Decamerón un par de siglos antes cuando Andrés Rey de Artieda y Tirso de Molina lo llevaron al teatro allá por el siglo XVII. Con el tiempo, aquel amor imposible llegaría al cine (Luna de Miel, de Michael Powell, y Les Amants de Teruel, de Raymond Rouleau) y a la ópera (Tomás Bretón, 1889, y Javier Navarrete, 2017).
A principios del siglo XX Teruel ya se parecía mucho a la que es en la actualidad, pero todavía faltaba lo más importante.
En 1956, el escultor Juan de Ávalos realizó las esculturas yacentes sobre el sepulcro de Isabel y Juan Diego. Y por fin, en 2005, fue inaugurado junto a la iglesia de San Pedro el nuevo mausoleo de Los Amantes.
En él reposan aquellos jóvenes que murieron por no poder cumplir su sueño de estar juntos y hacia allá peregrinan cada febrero los que quieren jurarse amor eterno.
Una tradición de amor, una visita a Teruel
Teruel se encuentra 311 kilómetros al noreste de Madrid y lo más cómodo es llegar en coche, aunque el tren, que demora alrededor de una hora más, es más económico.
La ciudad suele registrar las temperaturas más bajas de toda España durante el invierno. Tiene 35.500 habitantes, a los que se conoce como turolenses, gentilicio supuestamente derivado del río Turia.
La semana de San Valentín es la temporada alta del lugar y cualquier visita en esas fechas obliga a dos cosas: llevar abrigo y reservar con anticipación. A partir de ahí, y si el viaje pretende mantener el tono romántico del lugar estas recomendaciones pueden ayudar: alojarse en el hotel El Mudayyan, familiar, coqueto y con decoración tipo mudéjar; y cenar en alguno de los comedores privados del restaurante Yain, en plena plaza de la Judería.