En lo alto del cielo, donde los aviones comienzan a ganar altura y el suelo todavía parece cercano, se esconde una amenaza silenciosa: los bird strikes. Estos choques entre aves y aeronaves, que ocurren con mayor frecuencia a menos de 3.000 pies de altitud, pueden transformar un vuelo rutinario en una situación de emergencia. Cuando el impacto sucede en los motores, el riesgo se multiplica y recibe el nombre de bird ingestion, un escenario que los pilotos temen por sus posibles consecuencias.

La mayoría de estos incidentes terminan en sustos pasajeros, pero algunos han rozado la tragedia. El ejemplo más recordado es el del vuelo 1549 de US Airways, que en 2009 debió amerizar de manera forzosa en el río Hudson, en Nueva York, después de perder ambos motores por el impacto con una bandada de aves. Una maniobra que parecía imposible se convirtió en un hito de la aviación moderna.
Para evitar que episodios como ese vuelvan a repetirse, los aeropuertos han desplegado una verdadera guerra contra las aves. Con radares especializados, cambios en el entorno para alejarlas, sonidos disuasivos, fuegos pirotécnicos, halcones entrenados e incluso perros patrullando las pistas, se intenta reducir al máximo la posibilidad de encuentros fatales entre pájaros y aviones.

Los motores actuales están diseñados con la capacidad de resistir ciertos impactos, un equilibrio entre ingeniería avanzada y fuerza bruta. Sin embargo, el riesgo no desaparece. Cada despegue y cada aterrizaje llevan consigo la sombra de lo imprevisible, un recordatorio de que en los cielos, la naturaleza sigue imponiendo sus propias reglas… y sus propios choques invisibles.





