La escena parecía sacada de un cuento: un perro curioso, la pista de aterrizaje desierta y un sol que dibujaba largas sombras sobre el asfalto. En cuestión de segundos, ese espacio pensábamos para aviones, se transformó en un terreno de aventuras improvisadas para este cachorro incontenible.
El pequeño protagonista se lanzó a recorrer cada centímetro del suelo liso: trotando, rodando, zigzagueando entre las marcas blancas y ampliando su territorio con cada ladrido de emoción. Ni el viento, ni la inmensidad del hangar cercano fueron impedimento para que su chispa de alegría explotara allí mismo.
Quienes lo vieron no dejaron de sonreír: lo gritaron, lo incitaron con gestos, quizá hasta le ofrecieron una pelota invisible. Porque lo cierto es que para este cachorro, lo más importante no era correr por la pista, sino disfrutarla, explorarla, proclamarse dueño de ella aunque fuera por unos minutos.
Y así, mientras las aves sobrevolaban y los hangares guardaban silencio, él llenaba el espacio con su energía. Al final, sus patas empapadas de libertad dejaron una huella suave, efímera, pero cargada de felicidad.





