Diario de Viaje: la dulce vida de Positano en primera persona

positano
Redactor
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Todavía se me hace difícil recuperar aquella primera imagen de Italia que tenía en mi mente antes de conocerla. Creo que mi imaginación se refugiaba en referencias cinematográficas o literarias. Viví Venecia a través de los ojos de Aschenbach con su Muerte en Venecia y descubrí San Gimignano como Frances Mayes en Bajo el sol de Toscana, sin dejar de lado la ilusión de instalarme en una villa y resucitar una casa abandonada.

Quizá, como el personaje, mi verdadero anhelo era recuperarme a mí misma y a mi propio espíritu aventurero y explorador. Pero fue justamente en esa película, que ansiosamente vi antes de leer el libro, que escuché por primera vez sobre Positano.

Después de 15 días recorriendo el norte de Italia, finalmente con mi amiga Majo giramos nuestro rumbo hacia la costa amalfitana. Vaporettos, viñedos y, sobre todo, inspiradoras Gallerias dell‘Arte habían protagonizado gran parte de nuestra primera representación de Italia. Fuegos artificiales sobre el Gran Canal durante la Festa del Redentore en Venecia. Contemplar al David, sin tiempo. Andar en bici sobre la muralla que rodea la antigua ciudad de Lucca. Comer uvas en la Toscana, mientras me pierdo entre sus colinas.

¿Qué podía ser mejor? Me hubieran catalogado de ambiciosa si hubiera esperado más. Y es que la clave estaba justamente ahí, en no esperar nada. En creer que cada momento y lugar era exactamente donde debía estar, sin ansiedad.

Una revelación prohibida

Positano, Italy

Desde Roma nos tomamos un tren hasta Salerno. Como siempre, la boletería electrónica de la Termini no tomaba mi tarjeta de crédito, así que Majo se encargó de comprar los tickets para no perdernos el tren de primera hora. Desde Buenos Aires habíamos reservado los hostels de todo el viaje por internet y el más llamativo de todos había sido el de Positano. No solamente por el nombre del mismo, La casa di Peppe, sino por las fotos de su página web que estaba más cerca de parecer un palacio que un hostel. Lo más irónico fue cuando, después de hacer la reserva, recibí un pedido de solicitud de amistad en Facebook del mismo Peppe. Yo que ya lo había imaginado como el clásico nonno italiano…

El tren nos dejó en Salerno y ese fue nuestro primer contacto visual con el mar. Lo extrañaba. Era pleno julio y después de largas colas en los museos necesitábamos un poco de playa. Nos acercamos al muelle y ahí conseguimos los billetes del barco que nos acercaría por el Mar Tirreno hasta Positano. Compramos unos sándwiches antes de subir y almorzamos mar adentro. Salimos a la terraza, ansiosas por ver el desfiladero de coloridas fachadas que se asomaban por la ladera sobre el mar. “¡Positanooo!”, nos avisó un marinero con cántico italiano mientras soltaba la cadena del ancla. Era una mañana de mucho calor y el sol se reflejaba en las miles de ventanas que se aparecían sobre nosotras desde la cima del acantilado, por lo que nos costaba ver con claridad los detalles de la escena. Era como si tan sólo se nos revelara una parte de su encanto, era demasiado para descubrirlo por completo.

Sin atajos…

Positano

Caminamos por el muelle hasta llegar a la calle principal. Giramos la cabeza hacia arriba y vimos cómo el pueblo estaba formado por un acantilado de callecitas que subían y bajaban por la montaña hasta la cumbre. Un vendedor de zapatos nos dijo que había un colectivo local interno que recorría la ciudad continuamente. Pero recién llegábamos y no habría sido coherente con nuestra filosofía de conocer un lugar nuevo a pie. No hay mejor manera de conocer una ciudad que perderse y dejarse llevar. Guardar el mapa, y caminar tras lo que nos llame la atención instintivamente. Observar cada rincón, conversar con la gente local, escuchar los habituales sonidos de la rutina cotidiana. Cada viaje es una búsqueda de experiencias, de personas, de momentos. Y era hora de expandir nuestros sentidos al máximo.

 Así fue como después de 45 minutos llegamos caminando, cuesta arriba, a Via Fornillo. Nadie sabía dónde era la Casa di Peppe, así que nos guiamos por las indicaciones que habíamos encontrado en la página web. Recién cuando nos acercamos más, un vecino nos dio la última señal de que estábamos muy cerca. Nos desviamos de la calle principal que rodea, entre subidas y bajadas, al pueblo de Positano y nos adentramos en un callejón interno. Subimos escalones, cruzamos puertas y mosaicos hasta llegar a la puerta de Peppe. Nos recibió con un sombrero blanco y zapatos en punta, a lo tano.

Definitivamente, las fotos en Internet no aparentaban. Era en verdad un paraíso. La casa se levantaba a gran altura sobre el Mar Tirreno, con terrazas blancas al estilo griego. Desde allí, se podía contemplar el resto de las pintorescas viviendas sobre la ladera, y de fondo, el horizonte. El mar infinito era el marco de las ventanas de cada habitación.

Bajo el sol de Positano

Positano Vista

Creímos que nuestra visita a Positano se resumiría básicamente en descansar, pero ese era nuestro plan inicial, hasta que descubrimos que nos separaban más de 600 escalones desde el hostel hasta la playa más cercana, Fornillo. Nos resultaron mucho más simpáticos a la ida que a la vuelta.

Por la tarde, lejos de querer volver a dormir, continuábamos a pie, camino hacia el centro comercial. Cientos de locales rodean la calle principal. Vestimentas de bambula, mosaicos de colores con escenas típicas de Positano y limoncellos son algunos de los productos más comunes a la venta. Un callejón que desemboca en la Iglesia principal tiene como techo una gran enredadera de flores Santa Rita de color fucsia y es allí donde se instalan los artistas y artesanos a vender sus obras.

Mi última mañana en Positano frené allí a comprar una pequeña ilustración del paisaje y me llevé una sorpresa cuando la vendedora me dijo que era Argentina. Era una mujer de pocas palabras. Quise sacarle un poco más pero sólo me alcanzó a decir que se había ido del país muy chica, a los 20 años y que nunca más había vuelto. Su vida en Positano parecía calma, aparentaba un estado de plenitud admirable.

Otro de los puntos centrales de este pueblo es la Iglesia Santa María Assunta. Nuestra última noche en Positano nos llevó a visitarla, casi de casualidad, en el mismo momento en el que comenzaba una orquesta de música clásica de Beethoven. Ya era mucho pedir… violines, violonchelos, limonchellos, bruschettas y los gelatos más ricos del mundo.

Casi como una revelación onírica, todavía hasta hoy Positano se nos presenta como un recuerdo nostálgico, una sensación fuera de foco, desconocida. Fiel a mi primera impresión, pura e inexperta, ahora puedo decir que Italia me ha descubierto su carácter cinematográfico y literario a la vez. Y es que parece que su encanto sobrenatural se asemeja a la ficción, con escenas fantásticas y personajes estereotipados. Italia lleva en sí misma el arte de La Buona Vita.

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